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VISTO / OÍDO
Columna
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La Constitución

No creo que deba modificarse; debía hacerse nueva. La que tenemos mala. Es irreal: se hizo por compromiso en un momento de apuro: todo el mundo quería algo que se llamase democracia para entrar en Europa, pero no todos querían que cambiase el poder; muchos militares pretendían otra cosa, y hubo rabotazos de los ministros de uniforme, y juntas y reuniones que fueron a terminar en la asonada del impresentable Tejero. Todos tenían miedo. Algunos, con razón: los pistoleros acabaron con la vida de cien personas en ese tiempo: todas de las izquierdas. Nació mal, con ciertas deformidades, como la monarquía hereditaria y las autonomías imprecisas, y confiando aún en el Ejército la unidad de España.

Ya somos Europa, discutimos la constitución europea, y el proceso de aceleración en costumbres y técnicas es grande. Y lo más grave de la Constitución es que el Gobierno del PP y la combatividad de Aznar la han desprestigiado. Han hecho de ella lo que antes se llamaba una criada para todo. Lo que mandaba el señorito. Será eso la política. Con la utilización de la Constitución para sus fines se han ido desprestigiando otras instancias que conforman el Estado: la justicia, las Cortes, las autonomías: la democracia. Tenemos hoy el Tribunal Constitucional dividido y estupefacto por una acción del Gobierno (la impugnación del plan Ibarretxe); y Cataluña presionada después de sus elecciones, y acusada otra vez de separatista. Tenemos el Código Penal en duda: no se sabe si es legal o no su modificación. Y la política exterior, incluyendo una guerra, dividida entre Europa y Estados Unidos, basada en un cúmulo de mentiras probadas.

Pero ¿se puede hacer una Constitución nueva? ¿Adecuada a las realidades y necesidades de los españoles? No lo creo. La situación es peor que cuando se hizo la anterior. Entonces había unas esperanzas, mágicas, y ahora un nuevo desencanto. Estoy tratando de medir los desencantos de España desde que murió el generalísimo: éste es el cuarto, aunque algunas personas se han desencantado más veces. Hoy no se podría debatir la monarquía, incompatible con la democracia total; y mucho menos las autonomías. Creo que no se podrían cambiar las leyes electorales, las circunscripciones injustas, la independencia de los partidos. Me temo que éste sea el síndrome de España: lo que hay no vale, pero no se sabe cambiar.

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