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Columna
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La jungla y la finca

Nuevos hallazgos sobre los neandertales, esta vez en Bizkaia, han vuelto a suscitar los comentarios rehabilitadores de la especie más próxima al hombre moderno, una especie minusvalorada en la antigua antropología, pero de la que ahora se hacen loas cada vez más sentidas.

Los neandertales y nuestros antepasados convivieron durante miles de años en Europa y esa coexistencia se resolvió con la desaparición del neandertal y la victoria, en un proceso de selección natural, del humano contemporáneo. Convivencia tan prolongada excluye la eliminación en una guerra, si bien es posible que hubiera roces bélicos entre ambas especies. Todo apunta a que la desaparición del neandertal se debió a un conjunto de circunstancias: la mejor o peor adaptación, la constitución o no de sociedades complejas, en definitiva, una mayor o menor eficacia a la hora de asegurar la prosperidad de sus comunidades respectivas.

En definitiva, la competencia entre el hombre de neandertal y el hombre moderno es un capítulo más de una historia implacable: la selección natural, la competencia biológica y el reequilibrio ecológico entendido como lo que siempre ha sido: la prevalencia del fuerte sobre el débil.

Las leyes de la ecología, en su cruel neutralidad, nos estremecen. Para nosotros, las leyes sociales han desplazado en gran parte a las leyes naturales. La victoria del fuerte sobre el débil es un principio natural y su aplicación en un contexto social tiene una sola denominación: fascismo. Si hay algo que caracteriza al ser humano es haber superado las leyes naturales y creado las suyas propias. Por más que el ser humano mantenga su instinto de violencia y su ansia de dominación, un vasto bagaje cultural reprime tan ecológicas conductas. Esa es la grandeza de nuestra especie, algo que hoy resulta complicado recordar, porque enseguida deviene la acusación de antropocentrismo.

Pues bien, opino que hay que ser antropocéntrico. No hay más que salir a la calle (decir "calle" es ya decirlo todo) para comprender que el ser humano no sólo ha modificado radicalmente el entorno, sino que ha sido capaz de modificar su conducta original.

Una versión estrambótica del lenguaje políticamente correcto rechaza esa evidencia. Se empieza por el neandertal: era muy inteligente, quizás más que nosotros; estaba perfectamente adaptado al medio; no era un ser elemental. Sin duda el neandertal era humano, compartía con nosotros muchos rasgos de humanidad, pero al final el hombre moderno se mostró superior y eliminó a su primo del planeta. El lenguaje políticamente correcto rehabilita al neandertal. Pero también a las cucarachas.

De hecho, la ciencia se obstina en recordarnos que compartimos con un gusano un alto porcentaje de nuestro código genético, y que el chimpancé lo hace en un 98 o un 99% (ya no sé). A medida que la divulgación científica deriva hacia el periodismo, los publicistas sacan de estos datos conclusiones cada vez más variopintas.

Somos muy parecidos al mono, aunque a mí se me ocurre alguna cosa que nos diferencia: Chopin o Borges, por ejemplo. Pero esto tampoco se puede decir. Los animalistas, esa curiosidad del siglo, reclaman derechos jurídicos para los animales (aun sin saber de ninguna gallina que haya interpuesto una demanda o alquilado una vivienda) y predican un igualitarismo biológico que elimina de un plumazo la cultura grecolatina, la literatura china, el siglo de las luces, la filosofía alemana o la declaración universal de los derechos humanos.

Es curioso que los mismos materialistas que se obstinan en explicar cualquier acción humana como un avatar químico sólo utilizan criterios éticos para cosas extravagantes, como resistirse a explicar por la selección natural la desaparición del neandertal o como recordar cuánto nos parecemos al escarabajo de la patata.

Más allá del humanismo, hay que revivir un antropocentrismo militante, no sólo para evitar extravagancias, sino incluso para no perder cierto sentido de la realidad: basta examinar cualquier acción de nuestra vida para comprobar hasta qué punto este planeta se ha convertido en la finca del hombre.

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