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Negras bodas de plata

Pues sí, mañana se cumplen 25 años del referéndum popular que ratificó la Constitución española aprobada por las Cortes el 31 de octubre anterior y sancionada por el Rey el 27 de diciembre siguiente. Pero, lamentablemente, la efeméride no alcanza al sistema político e institucional entonces diseñado en un momento de serena madurez, sino de profunda crispación. Las bodas de plata constitucionales sobrevienen en medio de la peor crisis que el régimen de 1978 haya conocido; mucho más grave, en mi opinión, que la de 1981, porque aquella enfrentaba a una minoría facciosa de uniformados nostálgicos del pretorianismo y cortísimos de apoyo civil con la inmensa mayoría ciudadana apegada ya a la democracia, mientras que la crisis actual solivianta y empuja fuera del marco legal a instituciones hijas del sufragio y a millones de ciudadanos pacíficos, y ello por razones puramente ideológicas.

Veamos algunos ejemplos. Es cierto que la Constitución de 1978 resulta, en la materia, menos contundente que la republicana de 1931, cuyo artículo 6 rezaba: "España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional"; la actual Carta Magna sólo proclama, en su preámbulo, la voluntad de "colaborar al fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de cooperación eficaz entre todos los pueblos de la Tierra". Sin embargo, ¿quién hubiera podido imaginar aquel diciembre que, cinco lustros después, este país estaría oficiando las exequias de militares caídos en una guerra remota, sucia, en la que España no defiende ningún interés vital y que carece del consenso de la opinión pública? En Irak, Estados Unidos ejerce -bien, mal o desastrosamente, eso cada uno es libre de juzgarlo- su actual papel histórico de superpotencia imperial, con los medios, los gajes y los eventuales beneficios que tal función conlleva. Pero España..., ¿qué diablos se le ha perdido a España en la antigua Mesopotamia?

La respuesta del presidente Aznar es, como él, simple y reiterativa: "Luchar contra un terrorismo que nos amenaza aquí y allí", porque "no hay fronteras en la lucha contra el terrorismo" y es preciso no abandonar a su suerte a "las víctimas de aquí y de allí". Que, en una sociedad tan sensibilizada por el azote de ETA, el Gobierno se atrinchere tras la bandera del antiterrorismo es comprensible, aunque obsceno. Pero, ¿cuánto tiempo más va a aguantar esta mixtificación, esta grotesca amalgama entre etarras, secuaces de Sadam Husein, seguidores de Bin Laden y simples iraquíes hostiles a la presencia militar extranjera? ¿Sabe el señor Aznar que, apenas inventado, Irak conoció revueltas hijas del resentimiento contra la tutela inglesa, una sola de las cuales -entre julio y octubre de 1920- costó 6.500 muertos? ¿Existían ya ETA y Al Qaeda por entonces? ¿Eran también terrorismo las incontables rebeliones (kurdas, chiítas, tribales...) de las décadas siguientes contra el mandato británico, contra el poder hachemita o republicano? ¿Forman parte del "pueblo iraquí" al que debemos "liberar" esos individuos que, el otro día, bailaban sobre los cadáveres de los agentes españoles? ¿No es una indecencia poner en el mismo saco a las víctimas de Hipercor y a los caídos en la desatinada aventura mesopotámica del PP?

Con todo, donde el balance de este cuarto de siglo de Constitución me resulta más siniestro es en lo tocante al prestigio, independencia y calidad democrática de las instituciones y a la articulación territorial del Estado. Gracias al celo separador del Partido Popular, tenemos en marcha una legislación hecha a la medida para prohibir determinados grupos políticos, para enviar a la cárcel a presidentes de ejecutivos y parlamentos autónomos si acaso cometiesen el crimen de convocar un referéndum, para poner el País Vasco al borde del estado de excepción. Tenemos que las más altas instancias judiciales del sistema aparecen entregadas a la voluntad de La Moncloa; y a un presidente del Tribunal Constitucional que, en cada una de sus manifestaciones públicas, ofende a algunos millones de esos ciudadanos de cuyos derechos se le supone garante; y a un delegado del Gobierno central en Euskadi consagrado a insultar y amenazar con maneras de matón... Lo diré como lo veo: excepto bajo dictaduras, el desapego ciudadano y la tensión institucional que hoy se registran en Cataluña y el País Vasco respecto de quienes gobiernan el Estado sólo me parecen comparables a las que hubo entre enero y octubre de 1934, por más que las circunstancias sean distintas.

En definitiva, hemos recuperado "nuestra tradición constitucional de unión a través de la exclusión y el sometimiento"; porque, como explican los profesores Manuel Ballbé y Roser Martínez en las primeras líneas de un libro tan reciente como oportuno (Soberanía dual y constitución integradora, Ariel, 2003), "toda la historia del constitucionalismo español pone de manifiesto que nuestras normas fundamentales siempre han sido Constituciones de un partido o de un grupo, excluyentes y patrimonializadas por unos pocos". Muchos creímos que la de 1978 rompía esta nefasta rutina, pero han bastado ocho años de gobierno de Aznar para desvanecer la ilusión y poner el modelo en riesgo de fractura: los autores citados indican: "Gobernar un Estado autonómico en clave centralista es tomar lo malo de los dos sistemas y no lo bueno y la aplicación lógica de uno de ellos".

Pues bien, si tal es la situación, si respetados juristas españoles (véase EL PAÍS del pasado sábado) juzgan la última reforma penal de Michavila un ataque "a los cimientos del pluralismo político" y un síntoma de "la vocación totalitaria del Gobierno", si un asesor del proceso constituyente como el buen amigo González Casanova habla ya de "crecientes violaciones del Estado democrático de derecho", ¿qué más tiene que hacer el fascismo blanco para que Esquerra, el PSC y Convergència se planteen seriamente un Gobierno de concentración? ¿Poner a Atutxa e Ibarretxe entre rejas?

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Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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