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Reportaje:Signos

Un poeta en la columna

García Montero reflexiona sobre el columnismo en su nuevo libro, 'Almanaque del fabulador', que recoge sus artículos en EL PAÍS

El pasado día 27, Luis García Montero presentó en Sevilla su último libro, Almanaque de fabulador, que recoge 50 artículos publicados en la edición andaluza de EL PAÍS. Éste es un extracto del prólogo escrito por el poeta granadino.

"(...) No pretendo hablar aquí del tiempo infinito, de las reglas de la vida y la muerte, porque los columnistas de periódico se ponen en ridículo al confundir los tonos y los temas. Cuando cargan sus palabras con demasiada solemnidad, equivocan la puerta y aparecen por la calle en pijama, sin ducharse, atravesando las multitudes con una indignación de biblioteca privada y un corazón de dormitorio. En la tarjeta del columnista es bueno que aparezca la dirección personal, pero no los secretos de su dormitorio, y mucho menos sus dudas en forma de certezas, sus grandilocuencias íntimas sobre los relojes de arena y los abismos del tiempo. Lo primero que uno aprende en este oficio es que la necrológica sentida resulta una tarea imposible, un desfiladero de tópicos y de impudores. El autor emocionado se estrella en la realidad de la literatura hasta que descubre lo que debe callarse y lo que conviene recordar. Mejor que insistir en la muerte del amigo, hay que contar la última copa que nos tomamos con él.

"Tan incómoda resulta la carencia de ideas como el dogmatismo de los sermoneadores profesionales"
"Los escritores corren el peligro de convertirse en profetas, en voces sermoneantes, en regañones de oficio"

Las razones que invitan a hablar del tiempo pertenecen al mundo social de la climatología. Vivimos en un ascensor, bajo unas luces de vestíbulo impersonal, rodeados de extraños con los que no puede hablarse de otra cosa. La lluvia, el sol, las mañanas de primavera, las bellezas y los peligros de la nieve, el final de las vacaciones y el cocodrilo insaciable de las mesas de trabajo, la rutina de las fiestas anuales, la prisa de los almanaques, en fin, son temas de ascensor, modos de llenar el hueco de un edificio cuando no tenemos nada que decirle al vecino del noveno. O cuando tenemos preguntas y reproches que callar, porque ya hemos aprendido a no nombrar la soga en casa del ahorcado y a comer con cuchara de palo en los festines del herrero. La vida viene por rachas, la condición humana insiste en sus costumbres de comedia latina y de tragedia griega, y los escritores corren el peligro de convertirse en profetas, en voces sermoneantes, en regañones de oficio. A la segunda indignación del mes con la comunidad de vecinos, es preferible pedir asilo en las divagaciones, hablar del tiempo, vender una vez más nuestra redacción sobre la nieve, la llegada del otoño o los villancicos de la Navidad solitaria. (...)

Como el tiempo vuela, la escritura debe volar en las columnas, hacerse pura agilidad, conciencia de sí misma. En el principio de cualquier arte está la artesanía, el oficio, las reglas y los trucos del juego, el valor que se le supone al soldado. La columna es el soneto de la prosa, la capacidad artesanal de escoger una estructura y de hacer flexible el idioma con el uso de una mirada y de unos pensamientos. (...)

Acostumbrado a las tardes de redacción en El Contemporáneo, a Bécquer no le fallaba el instinto de periodista. Pero tampoco le traicionó su sabiduría de poeta, y sólo escribió sonetos en la época de aprendizaje, cuando heredaba de la tradición los recursos artesanales que iban a permitirle un vuelo más ambicioso. Debido al orgullo mediático que soporta nuestra sociedad, capaz incluso de exigir con titulares y encuestas el control sobre la inmortalidad y las glorias del Parnaso, se ha puesto de moda la simpleza de afirmar que la mejor literatura se escribe hoy en los periódicos. Se confunde así la artesanía con el arte, el buen oficio del domador de palabras con la literatura. Es verdad que no hay buen libro escrito con palabras torpes; pero el oficio del lenguaje busca en las novelas, los poemas y los dramas mucho más que palabras, porque la literatura pasa de las palabras a los hechos y se inventa una forma ambiciosa de que suceda el tiempo en el interior de unos personajes y unos lectores, la realidad emocional de una ficción. Tienen sus razones, pero a medias y con trampa, los que afirman que todos los grandes autores han escrito en periódicos. Bécquer y García Márquez son grandes y escribieron en periódicos. Pero debemos ser sensatos: no son grandes por lo que han escrito para los periódicos. Pusieron en marcha su relojería artesanal al cruzar las fronteras de otros espacios. Negar la trascendencia literaria de los géneros, perderles el respeto a los recursos que se mueven un paso más allá del estilo, no significa exaltar los poderes de la escritura, sino recortar ideológicamente sus posibilidades. El verbo dice su juramento y se hace carne en la ficción, sólo en la ficción y nada más que en la ficción.

El elogio desmedido esconde una mancha de familia, una vergüenza injusta sobre la valía particular de la columna. Nada más ridículo que la señorita de provincias disfrazada de marquesa o que el currículum de los eternos aspirantes a genio adornado con mil flores naturales. La columna está bien como está, soportando con inteligencia y arte los templos de las horas veloces. La columna vale lo que vale y no hay que ponerla a competir con los géneros mayores, porque en esta carrera puede estrellarse y sufrir el accidente espiritual de su degradación. Las alabanzas desmedidas de un oficio convertido en filigrana sólo sirven para imponer la tentación de las recetas amaneradas, un estilismo burocrático que confunde el pensamiento con la ocurrencia y la virtud lingüística con un barroco tan chillón como vestido de domingo en la plaza de las vulgaridades.

Algunos oficinistas de las musas han llegado a argumentar que no hace falta tener ideas para escribir columnas, que se pueden defender cosas opuestas de una sola vez, respetando únicamente la distancia que hay entre dos imágenes llamativas o entre dos puntos y aparte. Pero se trata de un cinismo propio de algunos autores, no de la esencia vana de un género que, por el contrario, necesita opinar del mundo a la fuerza de miradas personales y de coraje, mezclándose con los pasos de cebra y con los titulares de periódico, con las tormentas de verano y con los bombardeos imperialistas, con las confusiones del amor y con las hazañas de los políticos. Debajo de toda buena columna hay un artículo de opinión escondido, estilizado, hecho perplejidad personal. La literatura del columnista es el pensamiento grave, pero en forma de mañana de invierno, de sensación infantil en medio de una tristeza primaveral o de paseo solitario junto a unos árboles recién cortados. Tan incómoda resulta la carencia de ideas como el dogmatismo de los sermoneadores profesionales. La columna exige el humor, el lirismo, el tiempo hecho vida, la tarde de lluvia o los manteles de una fiesta recordada. (...)

Y aquí salgo del ascensor, porque he llegado a mi piso. Vuelvo a casa más bebido que de costumbre. La cena de Nochevieja fue todo un éxito, los amigos cumplieron su papel, sacaron de sus almas buen humor, de sus recuerdos temas de conversación y de la nevera mucho hielo para mantener la lumbre de las opiniones. Mañana me levantaré con resaca. No está mal, las columnas son la escritura de los convalecientes".

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