Malas calles
¿Qué es un mal barrio? Paradójicamente, no es la polución lo que hace un mal barrio, ni la proximidad de discotecas, salas de fiesta u otros santuarios del ruido; podemos tener a una manzana una funeraria sin por que por ello veamos depreciarse nuestros apartamentos, e inmunes de igual modo resultan a la lejanía de panaderías o colegios y a la carestía de espacios donde estacionar el vehículo. ¿De qué depende que un barrio sea malo, o bueno, o regular? Mi madre siempre pareció tenerlo claro, aunque mostraba cierta tacañería a la hora de aducir los motivos en que se amparaban sus calificaciones. A veces le bastaba un solo nombre de oídas para entender con meridiana transparencia si a una persona de bien le convenía vivir en aquella calle, y sin necesidad de pasear por las aceras o comprobar la solidez de los pilares de los inmuebles podía dictaminar la calidad de un piso husmeando tan sólo su posición en un mapa. Siempre me dijo que la Alameda de Hércules era un lugar indeseable, lleno de inmundicia, de gentuza y mal oreado, a pesar de que yo encontré desde muy pequeño que aquellas esquinas apartadas y tranquilas, donde el atardecer dejaba un curioso rastro de ceniza al concluir el día, se avenían bien con mi humor hecho de palabras a media voz y cafés tibios. Mi padre, que siempre ha conservado también un agudo olfato inmobiliario, fue el primero que me habló con un halo de leyenda de la Plaza del Pumarejo, paraje que no conocí sino mucho después de sus hipérboles y exabruptos, y que me pareció un sitio mucho más pacífico y triste que la Babel de prostitutas, ladrones y gentes de mal vivir a que desde la infancia mis oídos se habían habituado.
Hoy sigo creyendo que resulta muy difícil determinar qué convierte un barrio en un emplazamiento adecuado para vivir sin complicaciones, aunque otros, más afortunados, no hallan los mismos obstáculos. Los habitantes del Pumarejo, de Sevilla, han deducido que lo que deslustra sus coquetas calles es la presencia de los heroinómanos y vagabundos que, en procesiones intermitentes, visitan la casa de acogida que el Ayuntamiento tiene instalada en las inmediaciones, motivo por el cual se han armado de palos y lejía y han saltado a la calle a desinfectarla a bastonazos. Es el aspecto de estos desdichados lo que indigna a ciertos sectores del vecindario, que sienten cada uno de sus harapos, sus llagas y sus barbas infestadas de caparras como afrentas personales, a la vez que ensucian de moscas sus conciencias. Por lo que he podido saber, a través de un amigo que vive en las cercanías, los indigentes no constituyen un peligro efectivo para ningún ciudadano: se les ve remolonear por los bancos, intercambiar cajas de vino tinto, sin mayores amenazas para la salud pública que el tufo del sudor. Mucho más temibles se revelan las bandas que cada noche patrullan el perímetro del barrio armados de mazas y linternas, alumbradas por el deseo de legar a sus hijos un porvenir más limpio y acendrado. Hoy no les gusta la gente que no huele a colonia, mañana tal vez decidan prescindir de los travestidos, de las personas con mal aliento o las chicas con piercings; dentro de una semana se lanzarán a por los zurdos, por los bizcos, por los tipos con barba, por los peritos agrónomos. Como sabía Bertolt Brecht, hay ojos para los que todos somos vagabundos, drogadictos, desperdicios.
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