Riazor regala confetis tras la debacle

El optimismo es consustancial a la hinchada de Riazor, o eso parece. Debe ser la única explicación al recibimiento que dedicó al Deportivo ayer, tras encajar ocho goles en Mónaco, el pasado miércoles en la última jornada de Liga de Campeones. Cuando los jugadores entraron al campo la gente les dedicó una ovación y desde un fondo llovieron confetis. Ni que viniesen de ganarle al Milan en San Siro.

Lo mismo da que sea para responder a la violencia, a la muerte de un aficionado, o al equipo después de sufrir una goleada surrealista, la gente, la directiva, los jugadores y los técnicos se contagian de ponderación y juicio cuando las cosas van peor. El público, curado de espanto, responde como un monolito de moderación. Desestima las dramatizaciones y tampoco exagera festejos. Con este talante, ayer decidió proteger a los futbolistas, que al salir de los vestuarios recibieron algunos pitidos muy aislados. El grueso de la grada replicó con una ovación cada vez más sonora. De pie y batiendo palmas.

Había menos gente de lo normal, ayer en Riazor. Unos 27.000 hinchas, cuando lo normal es ver cerca de 30.000 -el aforo es de 35.000-. El dato, quizá se pueda atribuir a la nocturnidad del partido: propicio a las televisiones, en abierto.

La única víctima de la derrota ante el Mónaco fue Manuel Pablo. El canario fue el responsable de una sesión desafortunada que inauguró la goleada monegasca. Ayer no figuró ni en la lista de convocados. Su lugar lo ocupó Héctor.

En el Depor, los destinos de los represaliados se entrecruzan como los hilos de una cuerda. Si tras la derrota en El Sadar el castigado fue Héctor, que cometió dos errores de bulto, ayer el que cayó en desgracia fue Manuel Pablo. Justamente él, que había reemplazado a Héctor en el lateral derecho después del fatídico viaje a Pamplona.

Acompañando a las vibraciones reinantes, la gente se volcó cuando vio a Djalminha salir a calentar a la banda, por primera vez en Liga en lo que va de temporada.