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Columna
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Princesas

José Luis Ferris

"Enamorados, comprometidos, convencidos e ilusionados" son cuatro adjetivos de moda que definen muy bien el estado de ánimo de una pareja que se ha descubierto (recíprocamente, se entiende) no hace mucho y que se profesa tal admiración que se atreve a dibujar un futuro en común sin miedo a nada. Quien no haya pasado por tal experiencia se ha perdido, sin duda, uno de los momentos más sublimes de la vida. Una fase así te empapa de optimismo, te eleva varios palmos del suelo y hasta te proporciona una escara de protección contra la misma mediocridad. Luego vendrá la costumbre, de acuerdo, el desfile de esos días infinitamente iguales, pero ese tiempo de fascinación lo justifica todo. El enamoramiento tiene esas cosas, aunque también responde a una lógica interna que se explica sin demasiado esfuerzo. El caso del Príncipe de Asturias, por citar uno de actualidad, ilustra bastante bien la teoría. Él, consciente de sus cualidades, su posición y sus gustos, tras un amplio abanico de aspirantes, se ha decidido por una muchacha capaz de despertar en él una admiración sólida, por una mujer que rebasa en varios grados su metro noventa y ocho de Príncipe y ha dejado más que patente su inteligencia, soltura, profesionalidad y, cómo no, su belleza; ingrediente que aglutina y remata el prodigio. La óptica contraria, la de ella, coincide en lo esencial: el muchacho no tiene desperdicio y ofrece sobrados argumentos para la admiración casi absoluta. Pero la prueba definitiva llega cuando el asunto se hace público y ambos, lejos de amedrentarse, se crecen de placer, sienten que su orgullo se ensancha ante la suerte de llevar de la mano a la criatura más valiosa de este mundo.

Pese a todo, una experiencia así no es privilegio real. Cualquier plebeyo puede correr la misma suerte. El día en que salimos a la calle abrazados a la mujer que nos genera orgullo, admiración, ternura y tantas cosas, nuestra sangre es más azul que nunca. Llamarla princesa de vez en cuando es lo de menos, ella sabe que lo es cada vez que la cogemos de la mano y siente en lo más íntimo que el prodigio se prolonga, que sus pies aún permanecen a diez centímetros del suelo.

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