Basura
La telebasura, ese fenómeno tan denostado por el presidente del gobierno (¡qué cruz de hombre!) y por otros tantos intelectuales de tres al cuarto que jamás han visto un solo documental de la 2, ha sido sin duda alguna (junto a las elecciones madrileñas) el tema estrella del debate público en los últimos meses. Se preguntan, perplejos ellos, cómo es posible, con tan variada oferta televisiva, que la gente prefiera a Dinio, Yola Berrocal, Chonchi, Pajares, Leonardo Dantés, Coto Matamoros o esa legión de clónicos participantes de Gran Hermano, a las películas de Garci, los informativos de Motes, o a las profundas entrevistas de ese gran (y objetivo) comunicador que es Carlos Dávila. Pues sí, no sólo es posible sino que es un hecho reiteradamente contrastado. Guste o no a los grandes pensadores, ellos son los nuevos héroes sociales, la referencia ineludible del nuevo estado de cosas. Lo dice la cuota de pantalla, y eso es tan irrebatible como el patriotismo de Aznar.
Si no fuera porque hemos de descartar de antemano la existencia de un plan diseñado por una inteligencia superior; una especie de mano negra, tan malévola como oculta, podría decirse que el fenómeno de la telebasura es el mayor hallazgo realizado por aquélla desde que se inventaron las ondas herzianas. Nos la ofrecerían, precisamente, para que nos metamos con ella, para que demos rienda suelta a la adrenalina almacenada tras la dura jornada laboral, o quizá para acallar la mala conciencia que acumulamos por aceptar este mundo cutre e inmoral, que suponemos inevitable, y en el que nada es como pensamos que debería ser. Y así, de paso, nos aisláramos de la otra, de la verdadera basura que nos rodea por todas partes.
No es así, desde luego; todo el mundo sabe que las manos negras no existen, aunque a menudo lo parezca. Pero en cualquier caso no deberíamos engañarnos durante mas tiempo: esta democracia que hemos creado entre todos se asemeja bastante a una democracia basura, llena de política basura, urbanismo basura, maltratadores basura, educación basura, periodismo basura, y así hasta el infinito. O sea, que, a la postre, tal vez la basura no sea tanto un adjetivo anecdótico predicable de la tele, como, sobre todo, un sustantivo de la condición humana que la financia y le da cobertura.
Un país en el que el fiscal del Estado parece ejercer más bien de instrumento del gobierno, la TV pública manipula con descaro impúdico, la justicia es más lenta que el caballo del malo en las películas de Gordon Douglas, los especuladores del suelo corrompen a los políticos, los partidos reclutan alegres buscavidas, los delitos proliferan, las mafias crecen como hongos, la seguridad sólo existe para quien la paga, y en el que a 200 metros de la costa ya nadie puede ver el mar, no es más que un país basura. Nosotros mismos somos basura. Por eso nos atrae la telebasura, estamos cómodos con ella; nos hemos acostumbrado tanto a su hedor que la echamos de menos aun cuando estamos lejos del hogar.
Concluyo: a mí la telebasura me la trae al fresco. La veré cuando me dé la gana. Es más, en numerosas ocasiones me parece más amena, instructiva y realista que los telediarios. Lo que debería preocupar a los sesudos intelectuales críticos de la cosa, y al mismísimo presidente del Gobierno, no es que la gente reciba la dosis diaria de salsa rosa en sus artrósicas estribaciones neuronales, sino descubrir las auténticas razones de esta materia orgánica de deshecho en que nos hemos convertido. Pero eso, me temo, no está entre sus objetivos prioritarios. Además ¿para qué?, con toda probabilidad, los resultados de la investigación nos sumirían, directamente, en la más profunda de las melancolías. De eso sí estoy seguro
P.D: los pragmáticos, que tanto abundan ahora por estos pagos, me dicen que criticar siempre es muy fácil, pero que puesto que el mundo ideal no existe, la gente tiene que conformarse con lo que hay; aunque, eso sí, con ciertos retoques de matiz reformista. Pues bien, sin que sirva de precedente, proclamo que el mundo ideal sí existe y se compone de los siguientes elementos: una televisión pública como la BBC, un nivel de corrupción como el de Noruega, un paro como en Dinamarca, una productividad como la de EE UU, una formación profesional como la de Alemania, un estado de bienestar como el de Suecia, un sistema judicial como en Inglaterra, una sociedad de la información como la de Finlandia, un diseño como el de Italia, unas ciudades como Praga, y una costa como la de Croacia.
La solución, por tanto, no parece tan complicada; en definitiva de lo que se trata (resumiendo mucho) es de copiar y pegar; práctica ésta, por cierto, que los españoles manejan perfectamente puesto que la vienen ejerciendo desde hace siglos; mucho antes incluso de que se inventara la I+D, el registro de patentes o el procesador de textos. Sólo habría, pues, que recuperar la tradición y ponerse a ello. Aunque sólo fuera porque se lo debemos a U-R-D-A-C-I.
Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia
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