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Dentro

Desde Boecio, si no antes, la literatura carcelaria ha dado su juego. Me refiero, por supuesto, tanto a la literatura escrita desde una celda con cualquier propósito -incluyendo los más evanescentes, escapistas o fantasiosos- como a aquella que toma como objeto explícito el hecho inapelable de estar preso, fuera del mundo, rodeado por las cuatro extensiones de un mismo muro infamante. Al fin y al cabo, el venerable Ancius Manlius Torquatus Severinus Boetius compuso entre rejas su Consolación de la filosofía, y eso era sólo el principio. Bernat Metge, por ejemplo, imaginó entre las humedades insalubres de su celda protorenacentista el bello relato Lo somni con el indisimulado propósito de convencer al lector de que no participó en la extraña muerte de Joan I. Cervantes, por otro lado, barruntó el Quijote mientras entraba y salía del talego. Luego llegaría Oscar Wilde para ofrecernos, privado de libertad, las páginas menos frívolas y más sinceras de toda su obra, pero lo carcelario estaba destinado a triunfar en una centuria especialmente proclive a las tentaciones patibularias. Al fin y al cabo, fue Soljenitsin quien supo captar como nadie las truculencias derivadas de un siglo -el pasado- que estuvo tan reñido con la libertad como coqueteó más o menos impunemente con la muerte y la injusticia (por supuesto, hay destinos mucho más injustos que la muerte): Archipiélago Gulag es el nombre de la crónica más detalladamente espeluznante de los campos estalinistas, y como tal se ha erigido en un título de referencia a la hora de desenmascarar lo que Kundera llamó las ilusiones líricas del totalitarismo rampante.

Pensaba en todo esto mientras leía Dietari de presó, de Luise Rinser, un pequeño texto incluido en la excelente Col.lecció Valències de la editorial Tàndem, publicado hace tres años gracias a una deliciosa traducción de Heike van Lawick. Como a menudo he confesado, a veces me da por resucitar libros de su ensoñado olvido de anaquel, como si fueran pequeños lázaros portátiles. Estaban ahí desde aquel día en que fueron adquiridos o llegaron con el correo, y se quedaron mudos e inertes esperando su oportunidad. Pero este libro merece mucho más que una oportunidad. Aunque su autora confiese las limitaciones de su escritura y la precariedad de su alumbramiento, no hay que hacerle mucho caso. Es un magnífico texto sobre las interioridades de las prisiones nazis, con la salvedad de que son quizá más conocidos los testimonios procedentes de los supervivientes -normalmente hebreos- del holocausto que no los relatos de esos "otros" alemanes, los que se oponían a Hitler, y pagaron también un alto precio por la osadía de nadar contra corriente en unas aguas demasiado turbulentas.

Hay un momento descrito en las páginas introductorias de este Dietari de presó que explica de manera muy convincente por qué hay que leerlo. Estamos en enero de 1963, en la sala de espera de la estación de trenes de Hamm, Westfalia. En la misma mesa de Rinser se sienta un hombre alto y corpulento, que de pronto empieza a quejarse de la falta de ideales de "esta época", en oposición a su propia juventud. No tarda en confesar que perteneció a las SS y luego se embarca en un pequeño ditirambo a propósito de la pureza de sus ideales. Cuando Luise Rinser se cree en la obligación de recordarle los campos de concentración, el hombretón farfulla algunas obviedades sobre la propaganda enemiga. Una vez en el tren, Rinser comentó el episodio con las cuatro personas con las que compartía habitáculo. Una mujer checa se desentendió enseguida de la conversación; un alemán oriental afirmó que en el este tenían otra clase de problemas como para preocuparse de lo que dijera un ex SS; una mujer de Renania compadeció a los SS, a quienes "obligaron a afiliarse"; finalmente, un pastor protestante resolvió el problema afirmando que todo aquello era muy complicado y que, en todo caso, "la historia depende de la perspectiva en que se ve". Luego callaron todos. Rinser, que se comporta como escritora con la misma entereza que demostró en las cárceles de Hitler, asegura que se decidió a reeditar el libro -publicado originalmente en 1946- por ese silencio de entonces. Escribe: "No tendremos futuro hasta que no hayamos 'visto' del todo nuestro pasado, y no importa si lo vivimos como víctimas o como verdugos".

La lección del tren tiene ese corolario magnífico. En definitiva, en nuestro tiempo asistimos, y esto parece cada vez más claro, a los postreros testimonios de un siglo convulso. Los últimos supervivientes de tantos cataclismos políticos, pero especialmente aquellos relacionados con las circunstancias de la segunda guerra mundial pisan ahora el escenario antes de cumplir su biológicamente obligado mutis por el foro. No es extraño que las editoriales se apresuren a rescatar o propiciar los testimonios finales de una generación heroica. No importa si como víctimas o como verdugos: tanto vale Deixa'm mare, de Helga Schneider (Empúries), el angustioso relato de la hija de una SS fanática trabajadora de un campo de concentración, como Fins a l'últim moment, de Traudl Junge (Edicions 62), en que la secretaria de Hitler, acompañante solícita de última hora en el apocalíptico búnquer de Berlín, relata sus más de dos años al servicio de un amable y versallesco asesino de masas.

Cuando no quede nadie para contarlo, quedará la literatura. Entonces volveremos a visitar esos muros inverosímiles y esos suelos mal pavimentados que ocultaron pequeños pedazos de papel higiénico o de fumar, donde un alma en pena, quizá sólo un punto más corajuda que las demás, expuso palabra sobre palabra lo que sin duda sentían todas. Y eso bastará para confortarnos.

Joan Garí es escritor.

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