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Vivir peligrosamente

Escribió Calderón que el delito mayor del hombre es el haber nacido; alusión plausible al pecado original, aunque caben otras interpretaciones más o menos piadosas. Si nos quedamos con la obvia, hay que reconocer, y preguntarnos con Calderón, qué otros desmanes hemos cometido para tener que vivir en un ay y encima estar agradecidos. En este país de nombre indeciso, pero repleto de características bien definidas de punta a punta y de lado a lado, hay quienes no salen al tajo sin despedirse tiernamente de la familia; no saben si les aplastará un coche, si les caerá encima un árbol o un techo, si se los tragará una máquina o se caerá de un acantilado intentando atrapar un racimo de percebes. Qué decir de los andamios. No son tan inseguros como la horca, eso hay que admitirlo sin detenernos demasiado a pensar; pero reminiscencias sí despiertan.

Encuentro extraño que en este país que llamo España de vicio o por la fuerza de la costumbre, si es que ambas no son una y la misma cosa, no se cumpla con mayor frecuencia la ley de Engels. Empiezo por uno, le añado uno y son dos, por supuesto dando por sentado que existen el uno y el dos; sigo añadiendo unos y llego al mil. Digamos mil tullidos o mil muertos o un cóctel (muertos, ciegos, cojos, tetrapléjicos, etc.). Y añado otro y hete aquí que el resultado sólo es mil y uno en términos aritméticos. En términos más viciosos el resultado es una huelga; la fría cantidad se ha convertido en ardiente cualidad. Naturalmente, el número tope, hasta que llegados al cual no pasa nada, excepto familias enlutadas, es arbitrario. Nunca se sabe. Puede ser el mil o el doce. Es como la gota que colma el vaso. A ojo de buen cubero, nadie acierta, si no es de chamba, qué gota hará derramarse el líquido.

Los gobernantes derraman lágrimas, que los mal pensados llaman protocolarias, cuando no de cocodrilo, al pie del ataúd o de los ataúdes de los fenecidos en el tajo; incluso abrazan y estampan besos rituales en las mejillas de la viuda o viudas. Enternecedor; y hasta da algunos votos si todavía queda algo lejos la ley de Engels o si el "luctuoso suceso" es achacable a la voluntad divina y sólo a la voluntad divina; no a la negligencia del patrón y a la de un gobierno (el que sea) para el que las normas que rigen las condiciones de trabajo son puro choteo. (Inexistentes no son). Aquí suspira un difunto y surge una ley media docena de veces nacida con anterioridad, pero de la que naturalmente nadie se acuerda, pues la cosa es para la ley, no la ley para la cosa. Y lo cotidiano, que es todo, se repite "tanto, tanto, tanto...".

La civilización, la cultura o como quiera que unos y otros le llaman a eso, es un fenómeno, lo digo sin necesidad, sumamente relativo. Su definición siempre tendría que hacer referencia a algo; pero aún admitiendo que existen civilizaciones y/o culturas que, en su conjunto, hayan dejado atrás a Erasmo, no podremos negar la existencia de inverosímiles brotes aberrantes que nos hacen dudar de la totalidad del bien ganado bien. Me explico, que puede hacerme falta. Unos individuos deciden escalar un pico pirenaico o andaluz. Otros, descender a una peligrosa sima o barranco. Son muchas las actividades peligrosas en las que algunos se meten porque así les da la real gana. Amor al riesgo, verse en la prensa y en la televisión, hacerse admirar por la tertulia; o por motivaciones tan oscuras como darle susto tras susto a la madre que lo parió. Ya se sabe, la complejidad del ser humano. Así que emprenden una tarea perfectamente inútil para otros que no sean ellos mismos. Pero ah; piérdase uno solo en las cumbres, téngase la certeza de que ya es cadáver y seguirán buscándole los equipos de rescate. Hay que darle un entierro decente porque eso está en la órbita de nuestra cultura. A Erasmo se le desencajarían las quijadas de asombro. Pero yo, que no soy Erasmo ni querría serlo, atrapo un berrinche preguntándome el porqué. ¿Por qué tengo que pagar yo, tenemos que pagar todos, los gastos ocasionados por la búsqueda de los restos mortales de uno o más individuos que emprendieron una aventura sin que nadie les llamara y sin más fin que una u otro motivación personal? Jo... Impresione usted a Lolita, pero no lo haga a mi costa. Pague su familia el rescate o páguelo usted si ha salido con vida gracias a la suerte y a nuestros impuestos, no te fastidia.

Claro que fastidia; sobre todo, porque luego se le viene a un obrero una grúa encima y queda hecho papilla en el ejercicio de su trabajo. Cierto que a veces, y como dijo un patrón, la culpa es del obrero por no llevar casco; aunque omitió añadir que con el casco puesto, el difunto hubiera quedado tetrapléjico; si el remedio es peor que la enfermedad, cada cual haga de su capa un sayo. Lo indiscutible es que en este país gentes del tajo caen como chinches y que las más de las veces la culpa es de esa entidad abstracta llamada "interés general" y que ineluctablemente pasa por otra entidad con nombre y apellidos, el interés particular. Curiosas identidades, por cierto; pues no parecen haberse enterado de que todos salimos perdiendo, también económicamente, con el ejército de víctimas del trabajo que puebla este país. Cuidado que hay informes técnicos, no meras opiniones. Pero si quieres arroz, Catalina. Se subordina todo a la productividad, sin tener en cuenta que la suma de los accidentes laborales supone un despilfarro tal que empobrece al país, que vale tanto como decir que reduce la productividad.

Se cae una alpinista, se extravían unos montañeros y la sociedad se entera, sigue en televisión las imágenes de la búsqueda y paga. Pierde un trabajador las dos manos y eso es pasto para la sección de sucesos, si es que hay espacio. Cierto es que este segundo caso es mucho más cotidiano, pero quien esto arguya olvida que en eso consisten los brotes aberrantes de la sensibilidad social a que me he referido al principio. Pues si esta sensibilidad social formara parte de un todo coherente, aquí no habría tu tía. Las muertes excéntricas serían consideradas como irremediables desviaciones individuales de la por otra parte tendencia ascendente de la sensibilidad colectiva; mientras que los accidentes laborales serían escasos en número y muy reseñables, como muestra dolorosa de un fracaso social.

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Pero sucédanse leyes en el vacío y sucédanse pompas verbales. Entónese himnos si la chamba quiere que la siniestralidad laboral descienda un momento... para luego volver a ascender con fuerza renovada. A veces la barbarie se disfraza de un exceso de civilización.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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