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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Y para qué servirá morirse

M.V.M.

Manuel Vázquez Montalbán representa una aventura singular en el panorama cultural del último tercio del siglo recién pasado, y tal vez por eso parte de su obra quizás esté destinada a perdurar como testimonio de lo que pudo ser y no fue. Coincidí con él tres o cuatro veces, casi siempre en compañía de Ricardo Muñoz Suay, con lo que la diversión estaba asegurada a partir de las feroces aunque cariñosas invectivas que el comunista en activo cruzaba con el que dejó de serlo. Me pareció más inteligente que sus novelas, más tierno que sus poesías, más lúcido que sus ensayos. Y que su obra se ha visto acaso ensombrecida por su enorme facilidad para desempeñar con éxito el oficio de escritor. Desde casi siempre, Vázquez Montalbán tenía la mirada puesta en otro sitio, una especie de país de nunca jamás que era como una Atlántida sumergida e imposible de reflotar. Y lo sabía. Vaya si lo sabía.

Prosperidad

Nunca la derecha económica de este país había sido tan próspera, y tampoco sus representantes políticos habían conocido un periodo tan exultante desde los primeros años de la transición política. El "morir de éxito" de Felipe González, poco antes de darse el batacazo ante un político que despreciaba, es cosa de poca monta al lado de la constancia vivita y coleando del éxito de sus adversarios de derecha. Las perspectivas electorales de la izquierda parecen bastante menguadas, pese a la espantosa realidad social en numerosas capas de la población, y le resulta difícil elaborar programas de izquierda porque corre el riesgo de perder todavía más proporción de votos. Y para gobernar, que no será el caso, como una derecha maquillada, el ciudadano prefiere a la derecha auténtica. Todo eso no autoriza a José María Aznar a comportarse como un maleducado de origen pasado de carajillos en cada uno de los ensayos de su despedida.

Fabricando obesos

Si algún endocrino o dietista con poderes ejecutivos se diera una vuelta por los comedores de los colegios públicos, bien podría quedarse espantado ante la batería de alimentos que consumen los niños de entre tres y doce años en las horas centrales del día. No basta con que los accesos a las cajas de las grandes superficies comerciales estén repletos de toda clase de chucherías desaconsejables para la nutrición infantil, algo que debería estar colocado algo menos a la altura de los ojos de los críos. Además, en los comedores de los colegios públicos abundan los menús ricos en rebozados, grasas sobresaturadas, carnes de dudosa procedencia bajo especie de hamburguesas, frituras aceitosas y otras variantes de alimentación de riesgo temprano que obligan a que la cena del escolar sea tan frugal como un lenguado hervido con un puñado de guisantes. Alguien debería terminar de una vez por todas con ese peligroso desaguisado.

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De literatura novelada

No es necesario poner en duda los méritos del último Nobel de Literatura (al que leí tempranamente en Alfaguara, aconsejado por Juan Benet) para señalar que ya va siendo hora de que se lo concedan de una vez a Mario Vargas Llosa. A fin de cuentas, a García Márquez se lo dieron cuando apenas había escrito tres novelas y algunos cuentos de una escritura espléndida, aunque algo aniñada para mi gusto. Se puede pensar lo que se quiera sobre el thatcherismo militante del escritor peruano y otras de sus excentricidades cívicas, pero quien ha escrito Conversación en la Catedral, La casa verde o La guerra del fin del mundo, entre otras pequeñas joyas de un castellano perfecto, merece ese reconocimiento tanto o más que la mayoría de quienes lo obtuvieron. Sobre todo si se tiene en cuenta que hasta la chulería castiza de Camilo José Cela figura en ese curioso popurrí de privilegiados.

La muerte en directo

Resulta cruel antes que ejemplar la colección de imágenes televisadas de un Papa agonizante que parece resuelto al sacrificio de una muerte retransmitida en directo por todas las televisiones de este mundo. Ya se sabe que un papado carece en principio de fecha de caducidad y que su elección es vitalicia, pero Karol Wojtyla parece someterse a un alarde de sacrificios que en ocasiones queda bastante próximo del más humano masoquismo, y hasta puede que incurra en pecado de soberbia. Que la muerte acecha en cada esquina, lo sabemos. Que nuestro destino no es otro que desaparecer de esta tierra, no lo ignoramos. Pero, pese a la mala prensa de la muerte -salvo en los obituarios, género que cuenta con auténticos estilistas del yoísmo-, se diría excesiva y ajena a la modestia la propensión a ofrecer al mundo los detalles de desánimo de una agonía prolongada. Aunque se trate del Papa.

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