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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Dos comedias subvertidas

Marcos Ordóñez

Uno. Me encantó ¡Excusas! en el Príncipe; dudo que haya otra comedia mejor en la cartelera madrileña: por texto, por dirección y por reparto. En su versión original catalana, Excuses fue un triunfo en el Romea, hará dos o tres temporadas. Y, como les dije, el mes que viene se presenta en Londres. Allí van a quedarse de una pieza, supongo, al descubrir que al gran Alan Ayckbourn le han "salido" dos retoños catalanes, Joel Joan y Jordi Sánchez, los autores de esta fantástica función, tan negra y desesperada como Absurd Person Singular o Absent Friends. También se quedan un tanto de una pieza (pero aplauden como locos) los espectadores del Príncipe, la sala donde se eternizó La cena de los idiotas; quizá porque "repite" Pepón Nieto y porque esperan un vodevil agridulce como el exitazo de Francis Veber. ¡Excusas! es un gran eslalon que se desliza a toda máquina de la farsa costumbrista al apocalipsis moral según la vieja Ley de Murphy: todo lo que pueda ir mal irá a peor. A primera vista, un crítico à la page señalaría que es una "comedia de tresillo", de "cenas de matrimonios", para decirlo con terminología de Alfonso Paso. La subversión radica en que aquí al tresillo le prenden fuego: los protagonistas de ¡Excusas! son treintañeros a la deriva -dos arquitectos y sus respectivas parejas- contemplados sin la menor clemencia. Pasa un año entre la primera cena y la segunda, y más desastre, más caos y más desentendimiento no pueden caber en un comedor. Sólo un personaje se salva de la quema: el más lúcido, el de la periodista Susana, testigo mudo de la hecatombe final.

A todos los críticos (que, en el fondo, tenemos alma de comadrona) nos asustan los trasvases: un cambio de ciudad, de reparto, un nuevo teatro, una simple corriente de aire, y el niño, tan lozano, puede pillar un catarro fatal. Felizmente, no es éste el caso: Pep Anton Gómez, que firmó la puesta en Barcelona, no podía haber encontrado en Madrid mejor elenco, ni dirigirlo mejor. Me quedé con ganas de echarle flores a Pepón Nieto (aunque no le hacen ninguna falta) por su gran trabajo en La cena de los idiotas. De nacer cuarenta años antes, y aunque Cassen bordó su papel, hubiera sido un Plácido de aúpa. Nieto es un cómico "de la vieja escuela": casi siempre compone el mismo tipo (el poverello, el gordito inocentón) pero es un tigre en el escenario, que no deja escapar una réplica, ni un gesto, ni una posibilidad humorística: gran, gran cómico, con una energía constante. Si Nieto es el augusto/víctima, Luis Merlo es el clown sádico. Nunca le he visto mejor, porque aquí resiste la mayor tentación de un "joven galán": caer simpático, dulcificar las terribles aristas de su personaje. Ana Labordeta ha sido para mí un descubrimiento: naturalidad de altísimo voltaje. Y Melani Olivares, a la que descubrí en la serie Policías, una confirmación rotunda: como su compañera, exhala vida y verdad por los cuatro costados. Corran al Príncipe: una comedia como ¡Excusas! y un cuarteto como éste no aparecen con frecuencia.

Dos. La Schaubühne de Berlín ha recalado por dos días en el Lliure de Barcelona con Schoppen & Ficken, o sea, la versión alemana de Shopping & Fucking, la función que reveló a Mark Ravenhill, uno de los cabezas de fila de los neoangrys británicos. Shopping fue, a mi juicio, uno de esos curiosos casos de texto "sobredimensionado" por la crítica de su país: no pasaba de ser una primera obra, con hallazgos en situaciones y lenguaje, pero cuyo "escándalo" la convirtió en un "profundo diagnóstico del malestar generacional", como un Mirando hacia atrás con ira de los noventa. En Shopping se entrelazan dos historias: una, la más cómica, vendría a ser un poco la versión hard de Bajarse al moro, y la otra, la más tremebunda, que narra el sangriento romance entre un ex junkie y un chapero con sida, la hubiera firmado Eloy de la Iglesia en su mejor época. Pero Thomas Ostermeier, el joven león de la Schaubühne, ha subvertido, esta vez desde la dirección, una comedia que en siete años se ha quedado vieja. La operación resulta tan singular como fascinante: potenciar los excesos (y los vacíos) del texto de Ravenhill en clave de slapstick feroz, negro y violento. Un slapstick, además, quintaesencialmente inglés: el que acuñaron los cómicos Rick Mayall y Adrian Edmondson en sus series televisivas The Young Ones y su secuela, la demoledora Bottom. Para que ese ejercicio de subversión quirúrgica funcione se requiere un director con mano maestra y un elenco con una técnica apabullante, y Ostermeier posee ambas cosas. El "modelo" de Mayall, lunático y desmesurado, corre a cargo de Thomas Bading, que interpreta a Mark, el ex junkie que busca liberarse de "todo tipo de adicciones" y acaba enamorado como un becerro, y el de Edmonson se lo apropia el impresionante Bern Stempel, un dealer con aspecto de funcionario psicópata; una máquina de generar amenaza, con una simple mirada de sus ojos redondos y fijos, de pez abisal, o la suave pero terrorífica convicción de sus discursos mesiánicos, a caballo entre el Teach de American Buffalo y los educadísimos asesinos de las primeras obras de Pinter. El chapero es André Szymanski, perfecto en su papel, aunque los héroes cómicos de la velada son Jule Bowe, que interpretando a Lulú parece una joven Josele Román, espléndida en la escena en la que consigue un trabajo de traficante de pastillas recitando un fragmento de El Rey León, y, sobre todo, Bruno Cathomas, una turbina de energía eléctrica (a nuestros ojos, más mediterránea que germánica) que interpreta a Robbie, el fool de la comedia: interpela al público con una gracia irresistible, lucha a brazo partido con una camilla de hospital en el mejor estilo Keaton y, cumbre absoluta, arrasa con la inverosímil acrobacia que ha de realizar para colocarse en un sofá ocupado por Lulú y el temible Brian. Toda una lección de teatro, y una de esas visitas que no se olvidan.

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