Bill Shoemaker, un jinete legendario
Bill Shoemaker, que acaba de morir a los 72 años, está considerado universalmente como el mejor jockey norteamericano del siglo XX. Sólo el brillante Eddie Arcaro podría disputarle ese título, aunque su palmarés no puede competir con el de este minúsculo tejano que ganó casi nueve mil carreras y llegó "en el dinero" (como decimos los hípicos) en la mitad de las más de cuarenta mil pruebas que disputó en su vida a lo largo de una trayectoria de cuarenta años.
Haber estado en la cima de una profesión tan exigente durante tanto tiempo le convierte en un atleta fuera de serie: para entendernos, digamos que ganó el primero de sus quince campeonatos como jinete en la era de Emil Zatopek y el último en la de Carl Lewis... Para ello tuvo que vencer un inconveniente paradójico: era demasiado pequeño incluso para ser un buen jockey.
En la época de su madurez tenía el rostro patricio y las sienes plateadas de un galán de Hollywood, pero una brevísima estatura: la cabeza de Stewart Granger o Rory Calhoun sobre el cuerpo de uno de los enanitos de Blancanieves.
Sin embargo desarrolló un eficacísimo tipo de monta que convenía a su físico. Digamos que fue un jockey de estilo Zen: permanecía casi inmóvil sobre el caballo, serenándole e inspirándole confianza, hasta exigirle con suave firmeza en los últimos metros y sacarle lo mejor que tenía dentro. Así logró ganar cuatro veces la mayor carrera americana, el Derby de Kentucky. Cuenta Gary Stevens (que hoy es el mejor jinete estadounidense y también un buen actor, como demuestra en la reciente película Seabiscuit) que cuando participó por primera vez junto a The Shoe en esa prueba ilustre, el veterano le advirtió: "Al salir a la pista y oír a todo el público cantar en pie Old Kentucky Home te emocionarás. No te avergüences de ello, a mí me pasa aún todos los años". El joven Stevens, con fama de duro y belicoso, sonrió ante esta advertencia; minutos después, cuando la multitud entonó unánime la balada tradicional, se sorprendió al notar los ojos llenos de lágrimas...
Al menos en una ocasión, en el año 1957, Shoemaker lloró en un derby, pero no por motivos musicales: cuando marchaba a ganar con Gallant Man se equivocó de poste de llegada y dejó de empujar demasiado pronto, perdiendo por un morro. Durante mucho tiempo se recordó más este error que tantas victorias... así es el público.
El año de su retirada, con 58 primaveras, viajó por todo el mundo en una jira de despedida. También pasó por el hipódromo madrileño de la Zarzuela (¿se acuerdan de él?) y protagonizó una anécdota que demuestra su sabiduría hípica. Al entrenador del caballo que iba a montar por primera vez le recomendó hacerle en las crines unos lacitos complicados y algo molestos. Después, nada más estuvo sobre él, se los desanudó cuidadosamente. Y explicaba así este gesto: "Verá, el caballo no me conoce de nada y es lógico que desconfíe un poco de mí. De modo que empiezo por librarle de una molestia, para que piense que soy un tipo simpático y sensato. Así nos entendemos mejor". Por supuesto, ganó la carrera.
Un año después de su retirada sufrió un accidente automovilístico que le dejó paralizado de cuello para abajo. A pesar de esa minusvalía se convirtió en un entrenador de éxito durante más de diez años.
¡Que tengas buen viaje, Shoe, campeón, ahora que debes regresar a un hogar mucho más antiguo y lejano que el viejo Kentucky!
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