El pulso de Laporta

"¡Laporta hijo de...; no nos echarás!", claman los boixos nois, la afición radical del Barcelona, contra el nuevo presidente del club. Convertidos en un oasis en el Camp Nou, gritan, insultan y se rebelan contra la directiva por su política contra la violencia. Joan Laporta abominó también de este legado de Joan Gaspart, que presumía de tener el carnet número 1 de los boixos, desde el día del Trofeo Gamper. Los hinchas retaron a la junta arrojando una decena de bengalas y Laporta denunció el chantaje: le pedían dinero y entradas. Luego, se supo que solicitaban 300 por encuentro para vender la mitad en un bar. "Éstos individuos no tienen sitio en el estadio", avisó Laporta. Y así ha sido. El gol norte, su feudo, está cada día más vacío.
Los radicales negaron la extorsión y han dejado de animar al equipo. Ahora fustigan a diario al presidente y le piden que dimita. Su pulso con Laporta, ahogado con silbidos por el resto de la afición, se renueva a diario con mayor virulencia. Un día lanzan octavillas (ante Osasuna) y otro incitan a una pañolada o se mofan (Valencia). Las pintadas han aparecido en el estadio. Pero la directiva, que ha clausurado el local de los boixos donde guardaban sus instrumentos de animación, no cede ni un centímetro. El límite es éste: tolerancia cero con la violencia y sólo permitir el acceso a los boixos con carnet o una entrada. "Éste es un club democrático y cívico", ha proclamado mil veces Laporta. Su única concesión ha sido no criminalizar a todo el colectivo de los Boixos para hablar de sus miembros violentos. El vestuario marcó distancias con el palco. Gerard y Luis alabaron, por ejemplo, el apoyo incondicional de los boixos al equipo en un estadio que a veces parece un teatro.
Pero el impacto ha sido casi una revolución en el club. Los boixos eran la histórica fuerza de choque del nuñismo que tenía la coartada para hacer razzias en días de sonoras derrotas (contra periodistas y seguidores críticos o de otras aficiones) o que eran utilizados en asambleas o para amedrentar en fechas electorales. Su connivencia con la junta les permitía viajar con el equipo en avión y alojarse en su mismo hotel. Ahora ya no. El mandato del Gaspart (el padrino, le llamaban los boixos) coincidió con un aumento de los incidentes. Tres socios le remitieron un pliego de firmas denunciando el clima irrespirable y pendenciero del gol norte. Las medidas se vieron desbordadas. Casi era lógico. La violencia era la última prioridad de Gaspart, que siempre alardeó (no lo ha hecho) de que se iría a animar con los boixos cuando dejara su cargo. Justo lo contrario que Laporta, que se ha fijado tres objetivos: el déficit cero, convencer a la afición de que dé tiempo al equipo y erradicar los incidentes.
La nueva política ha dado sus frutos. Laporta ha fichado a Elías Frade, un ex jefe de los Mossos d'Esquadra que ha pedido la excedencia para dirigir la seguridad del estadio y ha doblado el número de vigilantes. Todo para que no se repitan hechos como el día del Gamper. La policía detuvo a tres boixos acusados de apalear a dos seguidores marroquíes que lucían una camiseta de la selección con el nombre de Raúl. La juez les imputó acciones leves y el fiscal pidió en el juicio la absolución de dos. David Ventura fue uno de los que quedó libre. Acababa de cumplir ocho años de prisión por participar en 1991 en el asesinato de Frederic Rouquier, un seguidor del Espanyol. Los boixos han amenazado ahora a Laporta y a los medios con acciones judiciales por perjudicar a su amigo.
El pulso se prevé largo. El Camp Nou sigue silencioso, pero con un matiz: los boixos antes animaban y los que quedan ahora se quejan o se mofan del giro dado por el club. Laporta sigue impasible, pero un día una cámara le sorprendió diciendo con ira: "¡Cómo vuelvan a llamarme hijo de...!". Sandro Rosell, uno de los vicepresidentes, le calmó tocándole el brazo.
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