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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reforma constitucional

En cada aniversario señalado de la Constitución reaparece la cuestión de su posible reforma, y casi siempre en relación a algún problema que en ese momento esté en el centro del debate político: los tránsfugas, los abusos de la mayoría absoluta, las reivindicaciones nacionalistas... En vísperas de su 25º aniversario, los ponentes de 1978 han dado a conocer una declaración de la que, de nuevo, ha llamado la atención su mención a la reforma. Su pronunciamiento ha sido leído esta vez desde la preocupación por las recientes propuestas nacionalistas de reforma o ruptura del Estado autonómico.

Cualquier reforma, según los padres constituyentes, deberá atenerse a los procedimientos que la regulan y abordarse desde un consenso igual, como mínimo, al de 1978, que alcanzó el 94% de los diputados. Es evidente la dificultad de alcanzar un respaldo comparable, excepto si se trata de retoques ineludibles y poco polémicos como el que fue necesario para reconocer, de acuerdo con Maastricht, el derecho de voto en elecciones municipales a los residentes comunitarios.

Fraga, que siempre ha sido partidario de la reforma del título referente a las autonomías -aunque no siempre en la misma dirección-, ha distinguido entre consenso virtual (el de los dos grandes partidos) y consenso real (que incluye a los nacionalistas). Desde luego, una reforma del sistema autonómico que los excluyera sería problemática, pero también lo sería cualquier intento de modificación apoyado por nacionalistas varios y uno de los dos grandes partidos, con exclusión del otro. Problemática y tal vez irrealizable, porque el procedimiento es exigente: aprobación por tres quintos de las Cámaras (210 diputados) para la reforma del articulado general, y, si afecta, como sería el caso del Plan Ibarretxe, al Título Preliminar, aprobación por dos tercios del Parlamento, disolución del mismo, elecciones, confirmación por las nuevas Cortes y ratificación en referéndum.

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Cualquier discusión que prescinda de esos condicionantes es un puro ejercicio intelectual. La discusión sólo tiene dimensión práctica si se precisa qué artículos concretos se quiere modificar, para qué y con qué apoyos. Defender u oponerse a abordar en un momento dado reformas constitucionales no es una cuestión de principios. La prueba es que muchos de los que hoy se oponen de manera más agresiva fueron en el pasado partidarios, y viceversa. Entre los primeros destaca Aznar, que, hasta mediados de los noventa, defendió con buenos argumentos una reforma en la composición y funciones del Senado, a la que por entonces se oponía el PSOE con el argumento de que abrir ese melón provocaría una carrera incontrolable de reformas.

Esa misma ductilidad indica que no es imposible, pese a las apariencias, forjar un amplio consenso en torno a unas pocas reformas concretas que mejorarían la funcionalidad o la coherencia del sistema. Sobre todo, la del Senado, defendida por casi todos los partidos en algún momento, aunque no en el mismo momento, y que permitiría abordar cuestiones sobrevenidas con posterioridad a la aprobación de la Constitución (representación ante la UE) o resueltas en el texto de manera incongruente con la estructura descentralizada del Estado (participación en la elección de instituciones como el Tribunal Constitucional). Siempre será mejor modificar consensuadamente un artículo de la Constitución que transgredirla mediante reformas encubiertas a través de leyes aprobadas a impulso de situaciones coyunturales (incremento de la delincuencia) que no respeten los valores que consagra.

Si la opción a favor o en contra de la reforma deja de plantearse como una cuestión de principios, el debate debería canalizarse hacia criterios de oportunidad. Serán convenientes aquellas reformas que refuercen la funcionalidad del modelo constitucional, adaptándolo a la realidad actual, e inconvenientes las que, aun siendo legítimas en abstracto, desaten dinámicas desestabilizadoras, bien porque se sabe que nunca alcanzarán un consenso suficiente, bien porque quiebran los equilibrios que han hecho perdurable, a diferencia de muchas de las que le precedieron, a la Constitución de 1978.

Pero el hecho mismo de que hayan pasado 25 años reduce los riesgos de proyectar una imagen de provisionalidad que era lógico considerar hace años, y también permite relativizar el temor a que se abran polémicas o heridas cerradas en el debate constituyente. Sería oportunista convertir la opción por la reforma en piedra de toque de la condición democrática de partidos o sectores de opinión. Pero convertir la defensa de la intangibilidad de la Constitución en programa partidista es vulnerar el espíritu integrador que la hizo nacer.

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