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Columna
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Maleficio

El relevo de Pedro Coca como máximo responsable ejecutivo de la Confederación Empresarial Valenciana cierra un paréntesis en esta nueva crisis que no se acaba de entender. Partimos de una operación inmobiliaria destinada, según todos los indicios, a generar fondos para liquidar o paliar los efectos de otra crisis que estalló en la CEV entre los años 1996 y 1997, en torno a los fondos europeos para la formación.

Hay quien opinó entonces que aquel lance no se cerró tal como se debiera haber hecho y los acontecimientos que estamos viviendo en la actualidad podrían darles la razón. En el campo político las responsabilidades se diluyen cuando se produce alguna irregularidad. En el ámbito de la empresa privada las reglas del juego son distintas y difícilmente se pueden dejar a medias los conflictos que exigen respuesta ante los perjuicios que ocasionan.

El tándem Ferrando-Coca, al frente de la CEV desde 1997, tenía el compromiso de superar las consecuencias del escándalo de los fondos de formación, al tiempo que debía mejorar el funcionamiento de la confederación. Desde el primer momento se vio que eran dos personas muy diferentes y que representaban enfoques distintos en la actividad de la patronal. Provenían de sectores diferentes y obedecían a talantes distintos, pero a lo largo de estos seis años no se han advertido fisuras ni discrepancias notables.

Pedro Coca siempre ha dado la impresión de estar muy seguro de sí mismo. Una personalidad contundente y metódica, como corresponde a su germánica formación y al carácter austero de su procedencia salmantina. Se expresa con precisión en un inalterable castellano sin concesiones a la interpretación, ni a la influencia de otras formas de decir. Sabe lo que quiere, conoce el terreno que pisa y no flaquea al reconocer a quien se debe. Sin embargo el entorno en que ha tenido que moverse está compuesto por seres humanos que driblan sin mayor consecuencia para sus iniciativas.

Tras la salida de Pedro Coca el problema queda tal como estaba. La pelota se ha quedado en esta ocasión, como ocurrió en 1997, en el sufrido tejado de la CEV que necesita, como el aire que respira, pasar la página y recuperar el reconocimiento como la entidad económico-empresarial de mayor influencia y representatividad en la Comunidad Valenciana. Que no es poco.

Desde su fundación en 1977, la CEV ha ido de sobresalto en sobresalto. De sus cuatro secretarios generales, tres han salido escaldados por el rebufo de los fondos para formación y uno, el primero, Enrique Simó Genevois, dejó el cargo empujado por su sustituto Luis Espinosa. Sus presidentes tampoco han acabado sus mandatos con normalidad. Vicente Iborra y J. M. Jiménez de la Iglesia presentaron su dimisión en 1986 y 1997, respectivamente, mientras que Pedro Agramunt lo hizo para dedicarse a la política. Es como si una maldición pesara sobre una entidad que merece mejor suerte y una vida más estable. No se sabe muy bien si influye el destino o algún extraño maleficio. Quizás las cosas no se han hecho como correspondía a esta organización. Unas veces cuestiones de procedimiento y en otras planteamientos de fondo. Es hora de entonar un discreto mea culpa colectivo, en este caso.

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