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Columna
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La esperanza

El optimismo, como están demostrando los científicos, básicamente es un asunto de propensión genética. Unos nacen con el gen entusiasta del Cándido de Voltaire y otros vienen al mundo con el humor praguense (por no decir kafkiano) de Franz Kafka. Lo cierto es que hoy -salvo que uno posea el codiciado gen del optimismo- no hay demasiados motivos para la esperanza. Cuevas dice ante Aznar -leo en titulares- que "no pasaría nada" si se suspendiera la autonomía vasca. Probablemente no pasaría nada en su casa ni en su urbanización.

Cuevas va a convertirse en la reencarnación de la caverna (en algo entre el León de Fuengirola y el Caudillo del Tajo) y Arnold Schwarzenegger va a ser gobernador de California, que tampoco es ninguna futesa. De los ocho millones de ciudadanos que concurrieron a las urnas, el ex campeón del mundo de culturismo, ex mister universo y ex austriaco logró casi cuatro millones de votos. Entre sus oponentes, que también obtuvieron su estimable cosecha de votos, estaban Larry Flynt, el magnate de la industria erótica, y la actriz porno Mary Carey. Ahora muchos auguran que Terminator acabará hospedado en la Casa Blanca y hará pesas (otras cosas más raras se han hecho) en el despacho oval.

Los pesimistas (ya lo decían ellos) han ganado otra vez la partida. Y, sin embargo, pocas cosas habrá más naturales, si uno lo mira bien, que el hecho de que un actor triunfe en el gran teatro de la política. La política y la representación siempre han estado íntimamente unidas. Bastante más extraño es que Javier Sardá o su socio Coto Matamoros sean los autores más vendidos y comprados del país. Antes los escritores eran tipos que escribían sus libros en silencio y a solas, encerrados en sus gabinetes o sobre el mármol de los veladores de algún café o, en su versión moderna, dentro de un automóvil como Raymond Carver, huyendo de los gritos de sus hijos.

Sin embargo, uno sigue aferrado a la esperanza. Uno puede perder su fe en algunos hombres y mujeres y su fe en los políticos y hasta su fe en la ciencia o en la literatura, pero nunca su fe en la fuerza sorda, inasequible del aburrimiento. La audiencia ha terminado por cansarse del programa Operación Triunfo. La semana pasada el concurso, que hasta ahora arrasaba las audiencias, logró su peor marca con sólo 3,1 millones de personas y se hundió en el octavo puesto de los espacios más vistos. Como ven, no hay mal que cien años dure. Todo termina por aburrir. Nos aburrimos del tedioso "problema de España" y acabaremos superando, por puro aburrimiento, el eterno "conflicto vasco". Estamos aburridos, y de nuestro feroz aburrimiento nacerá la esperanza.

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