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Crítica:CLÁSICA | Joven Orquesta Filarmónica de Israel
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Novilleritos sin maestro

Proseguía con este concierto, patrocinado por The Rich Foundation, el ciclo de Juventudes Musicales de Madrid en el que colabora EL PAÍS. Once conciertos abiertos el mes pasado por Víctor Pablo Pérez y la Sinfónica de Tenerife y por los que pasarán nombres tan importantes como Gil Shaham, Gidon Kremer, Yuri Basmeth, Anne-Sophie Mutter, Vadim Repin, Ton Koopman, Yakob Kreizberg, Joaquín Soriano, Mastislav Rostropóvich, Sir Neville Marriner o Mischa Maiski. Intenciones, pues, sobresalientes que esta vez no llegaron a cumplirse. Pero, en fin, así son las cosas y no siempre se resuelven como se pretende.

Las jóvenes orquestas son como los novilleros. No hay que juzgarlas con dureza, porque están formándose; no hay que tomarles en cuenta cierta rigidez, porque carecen todavía de soltura y, ni qué decir tiene, el entusiasmo que derrochan se convierte siempre en virtud, aunque sea de obligado cumplimiento en razón de los pocos años que todavía gastan.

Juventudes Musicales

Joven Orquesta Filarmónica de Israel. Jukka-Pekka Saraste, director. Hélène Grimaud, piano. Obras de Berlioz, Brahms y Chaikovski. Auditorio Nacional. Madrid, 9 de octubre.

Vista la buena calidad de su madre, la Filarmónica de Israel, podría suponerse que en la Joven Orquesta Filarmónica de Israel se hallarían en agraz las virtudes de aquélla, y más cuando se pone a su frente un maestro de reconocido prestigio, por más que a algunos se nos antoje, desde hace tiempo, excesivo. Pues bien, al mando de un Jukka-Pekka Saraste de mecánicas maneras y ayuno de ideas, lo que hemos visto parecía una formación poco hecha, sin flexibilidad, que por momentos daba la sensación hasta de tener problemas de afinación, con una cuerda de cierto poderío, unas maderas apañadas pero atenazadas y unos metales muy solventes pero obligados a taparlo todo por la vía del decibelio, como el timbalero. ¿Pocos ensayos? Puede, pues, por momentos, se intuían las posibilidades del conjunto.

El caso es que, si la obertura de Beatriz y Benedicto se expuso con decoro si no con la delicadeza casi feérica que aquí pide Berlioz, el acompañamiento a Hélène Grimaud en el Concierto nº 1 de Brahms resultó muy deslucido. El arranque preludió lo peor, y lo peor se hizo carne a lo largo de sus tres movimientos. La orquesta mostró falta de cintura, el agarrotamiento fue total, no se bajó del mezzoforte y las sutilezas expresivas del genio hamburgués quedaron ocultas por un volumen inmisericorde y un aburrimiento contagioso.

Por su parte, Hélène Grimaud demostró que es una gran pianista. Quizá demasiado comedida en el fervor romántico de la obra, pero personalísima y profunda en el rastreo de las intimidades líricas que también atesora, diciendo el tiempo lento, cuando le llegaba el turno, con una introspección plenamente convincente.

En la Quinta de Chaikovski aparecieron los mismos defectos en una versión exterior y sin hondura, de la que sólo queda en la memoria el final del primer movimiento en el haber y bastantes cosas en el debe, incluido ese momento demagógico del calderón antes de la última reexposición del tema principal y que, de ordinario, lleva al aplauso al público poco ducho. Una pena, pues estos novilleritos musicales, a buen seguro y con otro maestro, se hubieran lucido.

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