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Columna
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Canto

¿PUEDE ACASO el amor vencer a la muerte? Según Steven Soderbergh, director de la reciente versión cinematográfica de la mítica novela de Stanislav Lem, Solaris, hay un posible final feliz para este enigma, porque el pavoroso viaje intergaláctico que emprende el apenado Kris Kelvin hacia el hondón de su conciencia íntima, herida por el suicidio de su esposa, se resuelve con el reencuentro virtual de los amantes separados, que viven así, como entre sueños, la historia que les fue arrebatada por el cruel e ineluctable destino mortal. Esta solución me recordó la sorprendente conclusión de la célebre ópera de Gluck (1714-1787), Orfeo y Eurídice (1762), en la que el compositor y su libretista, Ranieri de Calzabigi, contraviniendo lo narrado en la trágica fábula mitológica, también decidieron dar una segunda y definitiva oportunidad para los atribulados amantes, que regresan al mundo de los vivos y dejan una agradecida ofrenda en el templo del Amor, radiante vencedor de la Muerte.

En la novela de Lem, publicada en 1961, no se nos aclara qué podría ocurrirle a Kelvin, cuando, como Orfeo, decide permanecer en el infierno de su enajenada conciencia para no separarse más del fantasma de su esposa muerta. Se deja así arrastrar por la embriaguez solipsista de la infancia, el sueño y la locura, astros que pertenecen a la misma constelación donde el arte traza su luminosa órbita en torno al agujero negro de la muerte. "Entre los astros, qué lejos; y no obstante cuánto más lejos / lo que aprendemos de aquí", podemos leer en los primeros versos del poema XX de la segunda parte de Los sonetos de Orfeo (1923), de Rainer Maria Rilke, el cual, como Lem, en la penúltima estrofa, preserva el misterio de nuestro enigmático viaje existencial, porque, en efecto, "todo está lejos, y en parte alguna se cierra el círculo...". Para Rilke, empero, poeta es "tan sólo aquel que comió con los muertos" y les ofrece la copa de su canto, "aunque el reflejo del estanque / se desvanezca muchas veces".

En la versión cinematográfica de Solaris, que, en 1972, filmó Andréi Tarkovski, la inmersión final de Kelvin en el extraño planeta de su propio psiquismo nos deja entrever la imagen revivida del cuadro El retorno del hijo pródigo, pintado por Rembrandt, donde el viajero se postra ante un padre que le abraza. Los desventurados harapos que cubren al lastimado prófugo vuelto al hogar cobran entonces la luminosa prestancia de quien se ha consumido en esa ansia vital del deseo, entre cuyas ascuas crepita también la llama inextinguible del amor, que ya no teme a la muerte, porque "sólo en el reino doble / se volverán las voces / eternas y suaves". Al final, completada la misteriosa órbita, se escucha la jubilosa melodía de un canto que celebra, más allá del reencuentro de los amantes, la reconciliación de la conciencia.

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