Manet: mitad periodista, mitad poeta
El centenar largo de obras de Edouard Manet (París, 1832-1883), que, desde el 13 de octubre, se podrán contemplar en el Museo del Prado, constituye, sin duda, un acontecimiento cultural de primer orden por muy diversos motivos: primera retrospectiva del pintor que se celebra en nuestro país, en cuyas colecciones apenas hay representación de este importantísimo artista francés, excepción hecha de la Thyssen-Bornemisza, pero también primera oportunidad para rendir homenaje y reflexionar sobre quien, por decirlo de alguna manera, diseñó el cauce artístico moderno mediante un eje español, algo que no hay que confundir con la moda romántica que convirtió a nuestro país en un centro de atención creciente a lo largo de todo el siglo XIX. En cualquier caso, todo esto cobra un sentido plenario al producirse la exposición en el Museo del Prado, adonde acudió Manet asiduamente durante la primera quincena de septiembre de 1865, hace ahora, por tanto, 138 años, permitiéndonos el actual reencuentro entre ambos gozar de una perspectiva histórica suficiente para calibrar, no sólo la profunda huella española que marcó la obra de este gran pintor moderno, sino su eficaz proyección posterior a la histórica visita a nuestro país.
Aunque, en efecto, la co-
rriente internacional que puso de moda España se fraguó desde comienzos del XIX, rompiéndose con ello una dilatada etapa de recelo foráneo y aislamiento local, el correspondiente aprecio crítico por nuestro arte histórico tuvo una decantación más compleja. Había que salvar dos dificultades para culminar adecuadamente este cambio de actitud: en primer lugar, la contemplación directa de un número suficiente de obras y artistas de la inicialmente muy poco conocida Escuela Española, tal y como se produjo a través del así llamado Museo Español de Luis Felipe de Orleans, que estuvo abierto en París entre 1838 y 1848; pero también, en segundo, la distinción específica de lo que aportaba el arte español al revolucionario arte contemporáneo, para lo cual la intervención de Manet resultó crucial, porque fue él quien supo señalar y jerarquizar los puntos de fuerza básicos de esta tradición artística -El Greco, Velázquez y Goya-, así como "actualizar" su mensaje. Así lo podrá comprobar, desde luego, quien lea las fervorosas cartas que Manet remitió a sus amigos franceses desde Madrid, donde no habla prácticamente de otra cosa que del efecto que le han producido los grandes maestros españoles vistos en el Museo del Prado, y, en especial, la obra de Velázquez, al que califica como el más grande pintor de todos los tiempos; pero donde esta revelación se hace más patente y fecunda es a través de los cuadros que pintó el propio Manet. Habiendo fraguado su vocación artística a partir de la década de 1850, el interés y la fascinación de Manet por la pintura española es bastante anterior a su visita a España en 1865. En realidad, muchos de los más famosos cuadros de Manet con tema español -El niño de la espada, El guitarrero, El ballet español, Lola de Valencia, Mlle. V... en traje de espada, Joven vestido de majo o El torero muerto- son anteriores a esta fecha, mientras que su obra posterior se centra, casi en exclusiva, en el aprovechamiento meramente pictórico de la cuestión.
Estrechamente relacionado con Baudelaire, Zola y Mallarmé, tres figuras capitales, no sólo para la literatura contemporánea, sino para la definición estética del espíritu moderno, Manet recibió el sucesivo apoyo público de los tres precisamente en cuanto encarnaba mejor que nadie esos valores en la pintura. De Baudelaire, Manet tomó ese par de notas que el poeta juzgaba como capitales en el "pintor de la vida moderna": el rabioso individualismo del dandi y el zambullirse en la anónima multitud urbana del flâneur, ese paseante impenitente que retiene al instante las señales fugaces que le salen al paso; de Zola, su ansia implacable de verdad, que no se detiene ni ante lo sórdido, ni lo aparentemente intrascendente, así como su manera contumaz y apasionada de airearlo; de Mallarmé, en fin, la confianza terrible en la autosuficiencia del arte. El precipitado de esta exótica mixtura tuvo el sabor de esa paradoja artística que aún nos acompaña: la de hacer de Manet ese mitológico engendro moderno, mitad periodista, mitad poeta, que en él tuvo siempre una resolución pictórica.
¿Qué aprendió Manet de España, una vez que se comprende que, hubiera pintado lo que quisiera al respecto en sus años mozos, en absoluto estaba interesado en el dudoso placer de fabricar "españoladas", máxime cuando los abundantes especialistas en este menester eran ya, a partir de 1860, anacrónicos académicos? Aunque Manet probó el señuelo artístico español a través del ejemplo de Goya, enseguida comprendió que la clave de bóveda de este formidable torrente moderno estaba en Velázquez, con su forma sintética de apurar lo esencial de la pintura y de la existencia. Nunca había visto a nadie que lograra pictóricamente centrarse sólo en la verdad, prescindiendo de la prolijidad de los detalles, y que se atreviera a aislar esta sumaria representación, dejándola flotar en el espacio.
Obviamente, como no podía ser menos, esta lección velazqueña no agotó todo el caudal moderno de Manet, el cual aprovechó otras fuentes complementarias, como las proporcionadas por la estampa japonesa, con sus sorprendentes angulaciones visuales y su no menos atrevida superposición de figuras. En cualquier caso, el eje del rodamiento moderno de Manet tuvo un inequívoco soporte español y, de esta manera, también determinó la ruta de sus seguidores, entre los que conviene recordar los nombres, casi contemporáneos, de Whistler o Sargent.
¿Cómo así no celebrar entonces la histórica oportunidad que ahora devuelve al Museo del Prado la obra de quien fue su mejor heraldo moderno? La exposición que nos visita naturalmente ha puesto el énfasis en mostrar esta profunda huella española en Manet, pero lo ha hecho con la suficiente perspectiva como para que esta interpretación no resulte lastrada por una estrechez de miras provinciana. Quiero decir que, junto a un formidable conjunto de ejemplos de Manet más español, hay otros que nos abren a diferentes dimensiones y etapas del pintor, incluida la de su efímero contacto con los impresionistas. De esta manera, con este Manet muy completo, las lecciones que se derivan de esta magna exposición son múltiples y muy provechosas, pues nos ayudan a explicarnos nuestro pasado y lo que, desde esta segunda mitad del siglo XIX, ha ocurrido y sigue ocurriendo en el destino del arte contemporáneo.
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