La política como guiñol
Diversos observadores de la actualidad política española coinciden en señalar el elevado grado de crispación y agresividad que muestran últimamente los discursos de los partidos mayoritarios. Ejemplos los hay por doquier: la defección de dos diputados en una Asamblea regional se tilda de "golpe de Estado contra la democracia", la propuesta para federalizar el sistema autonómico se equipara a la "ruptura de España", reaparecen reencarnados en políticos contemporáneos los rojos y azules de nuestra guerra civil, la discusión en torno a Irak termina con vivas a la República y calificativos de asesinos, etcétera.
Esta crispación política de nuestras elites no parece corresponderse con la situación de la sociedad española en su conjunto, que no presenta en este momento síntomas de conflictividad significativa. Por tanto, si la tensión interpartidista no responde a fracturas o demandas sociales profundas, hay que pensar que es fruto de las características concretas del funcionamiento del sistema político en la actualidad. Intentemos desvelar algunas de sus causas.
Los políticos reales tienden a asumir los perfiles que les dibujan los muñecos de guiñol
La agresividad de las élites partidistas está en relación directa con su proximidad ideológica
Desde luego, dejo de lado el socorrido pero infantil recurso al "él empezó", que suele centrarse en la personalidad hosca del Aznar de estos últimos tiempos. No parece que el carácter de una sola persona pueda condicionar tanto el comportamiento de muchos otros actores. Tampoco creo que opere como causa significativa del clima de enfrentamiento la añoranza de parte de la izquierda por las grandes y rotundas verdades del pasado, aunque sin duda existe.
Puede parecer contradictorio, pero creo que la agresividad de las élites partidistas está en relación directa con su proximidad ideológica, con el hecho objetivo de que los dos partidos mayoritarios que compiten por el centro político están cada vez más cercanos en sus proyectos y programas concretos (véase la convergencia acentuada en términos reales de los programas económico, de inmigración o de seguridad del PSOE y PP). Esta proximidad les induce a intentar descentrar la imagen pública del oponente achacándose recíprocamente un extremismo ideológico acentuado. Para espantar al electorado que se presume centrista del campo competidor se atribuye a éste un sectarismo extremista inexistente en realidad.
Además, y dado que la convergencia en las políticas concretas no permite utilizar éstas para atacar al oponente, se echa mano de las grandes palabras, de los que podríamos llamar tópicos políticos esenciales: demócratas y fascistas, ricos y pobres, comunistas y señorones, Españas rotas y centralismo franquista, y así sucesivamente. Nuestros partidos se enfrentan blandiendo simplistas cosmovisiones alternativas y no políticas ordinarias (como recientemente señalaba Patxo Unzueta) porque apenas si podrían calentar un debate usando sus reales programas concretos.
El extremismo y crispación del discurso nacería, entonces, de la necesidad desesperada de los partidos de diferenciar su imagen, al achicarse el espacio ideológico de confrontación por la convergencia objetiva de sus políticas. De ahí también el que se acojan con entusiasmo temas nuevos procedentes del exterior del sistema político (tipo Prestige o Irak), ya que permiten renovar el espectáculo del debate crispado sin el coste de tener que revisar las propias posiciones.
Pero a este resultado coadyuvan otros factores: por un lado, la recurrente caída en el truco de la moralización del oponente. Recurso éste muy fácil aunque también muy peligroso para el funcionamiento estable de la democracia de alternancia, como ha subrayado Fernando Vallespín. Desgraciadamente, este recurso al moralismo encaja muy bien en la peculiar cultura política española, que combina sin dificultad un elevado grado de cinismo democrático, de inspiración pragmática, con unos ocasionales y explosivos arranques moralistas. Es la herencia tardía de la ausencia de reforma religiosa en nuestra historia: descreemos de cualquier moralidad social, pero no sabemos resistirnos a la tentación de enjuiciar moralmente al prójimo, más aún al adversario.
Se añade a lo anterior el hecho de que cada vez más acentuadamente se utilizan en el debate político los recursos y técnicas narrativas propias de los medios de comunicación audiovisuales. Es la característica típica del modelo de democracia de audiencia en que vivimos (Bernard Manin). En concreto, el uso de la emoción como camino para llegar al público se ha extendido al discurso político, que resulta cada vez más emotivista e intelectualmente más pobre. Además, la realidad comienza a ser presentada por los partidos como lo hacen los medios, como un relato de tipo culebrón en el que unos personajes, somera pero eficazmente caracterizados como quintaesencias de un solo rasgo, se enfrentan en cada episodio a una nueva situación de alto voltaje conflictivo, en la que cada uno actúa como se esperaba. Los políticos reales tienden a asumir los perfiles de los muñecos del guiñol.
No es necesario subrayar cómo la agresividad y el enfrentamiento rotundo se adecuan perfectamente a los requerimientos de este tipo de técnicas y relatos. Quizás fue Xabier Arzalluz el primer político que lo comprendió, y convirtió así cada una de sus intervenciones públicas en noticia garantizada. Ahora casi todos siguen su temprano ejemplo. Todo esto no sería sino un juego más de las elites políticas españolas si no fuera porque en la realidad social opera un principio peculiar: el de que la percepción que tienen las personas de esa realidad acaba formando parte integrante de la realidad misma (el principio de W. I. Thomas). De manera que los partidos que ofrecen permanentemente una imagen especular crispada y agresiva de la sociedad pueden terminar por encontrarse con una sociedad realmente crispada y agresiva. Y eso sí que sería grave.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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