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Columna
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Olfato y memoria

De los cinco sentidos es el olfato, humilde y preterido, el que dispara la memoria y convoca más fácilmente la nostalgia. La vista engaña y empequeñece los paisajes y escenarios de ayer, lo que vimos grande cuando éramos pequeños se hace pequeño cuando nos hacemos grandes, aquel pasillo interminable de nuestros juegos infantiles se revela en sus auténticas y decepcionantes dimensiones, el desván inabarcable en el que nos perdíamos era buhardilla angosta, la plaza, plazuela y callejón la calle de nuestros primeros pasos.

El olfato y el gusto no nos fallan, y si mienten lo hacen a nuestro favor y nos devuelven el pasado como soñamos que era, el paladar se alegra, tiene buena memoria, cuando recupera un sabor olvidado y la nariz aspira y se dilata satisfecha al reconocer los aromas perdidos en el tiempo. Aromas son, pues nos resultan más gratos que cualquier perfume, el olor de la tiza y de la goma de borrar, el del guiso humilde en la escalera vecinal, el de la colada recién tendida en la ventana, el del pan recién horneado en la tahona y el del geranio en la maceta, más sutil y apreciado que el de la rosa más perfumada.

Pasaba por mi calle, así la llamo aunque hace muchos años que ya no vivo en ella, ascendía por su pendiente, más abrupta hoy por el paso y el peso de los años, cuando me atrapó uno de estos aromas familiares, la puerta de la fontanería, clausurada hace al menos una década, volvía a estar abierta y dejaba escapar los olores tanto tiempo encerrados en ella, el interior oscuro y patinado de grasas y de humos del taller liberaba una mezcla indefinible y familiar, una tufarada de aire viciado, pestilente sin duda para el común de los transeúntes y de los vecinos nuevos del viejo barrio que fuera de Maravillas y que rebautizaron, quizás de forma más realista, como de Malasaña, a raíz de un plan urbanístico y especulativo que a mediados de los años setenta pretendía ensañarse de mala manera con estas calles sufridoras y sus antiguos edificios, corralas humildes y promiscuas, bulliciosos patios de vecindad, destartalados caserones y palacios arrumbados.

Ante la inesperada y contumaz resistencia de sus habitantes, los especuladores cambiaron de táctica y obraron detrás de las fachadas, una por una fueron vaciando, rehabilitando dijeron, los inmuebles decimonónicos, galdosianos les llamaron para mejor venderlos a la clientela más ilustrada, respetaron sus caras y les robaron el alma, crearon nuevas divisiones para multiplicar las viviendas, de cada piso hicieron dos, tres, incluso cuatro apartamentos y convirtieron las buhardillas en estudios. Los pequeños comercios que albergaban los bajos dieron paso a bares de copas, bazares de baratillo y tiendas de "frutos secos" donde se vende cualquier cosa menos frutos secos.

El itinerario olfativo sentimental por el barrio apenas me ofrece hoy fragancias o pestilencias reconocibles, pero motivado por el estímulo de los aromas de la fontanería persigo el rastro, la odorífera estela del tiempo perdido y mi pesquisa obtiene ocasionales recompensas. El olor húmedo y agrio de una taberna superviviente que aún conserva su barra de zinc y su vino de Valdepeñas, el de la cola y el barniz de la tapicería en la que un compañero de clases y de juegos de la infancia continúa la tradición familiar con el martillo en la mano y una ristra de clavos en la boca, o el agresivo tufo de la pescadería de la esquina, en la que otro colega de ayer sigue vistiendo el mandil de franjas verdinegras. Donde estaba la tahona han abierto un gimnasio, inodoro y funcional, y en el salón de billares y futbolines hace tiempo que funciona una cervecería irlandesa que no huele a cerveza y en la que no conocen los boquerones en vinagre.

El itinerario termina junto a la fachada neomudéjar de la antigua fábrica de hielo que hoy da sombra a un desquiciado bloque de apartamentos. De la obsoleta fábrica emanaba el más potente y penetrante de los olores que marcaban el paisaje olfativo de la zona, olor tan desagradable como terapéutico del amoniaco industrial que despejaba las mentes y reavivaba los cuerpos de los borrachos del barrio, depositados a sus puertas por las piadosas manos de sus convecinos al final de la noche.

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