Decepción en Cancún
La esperada reunión ministerial en Cancún de la Organización Mundial del Comercio (OMC) se ha convertido rápidamente en la historia de un fracaso o, en el mejor de los casos, de una decepción. Esta nueva oportunidad perdida no se puede atribuir a los movimientos antiglobalización, sino a esa media docena escasa de países sobre los que pesa el fortalecimiento del multilateralismo comercial y, en general, el proceso de globalización. Si en vísperas de esta reunión el acuerdo sobre el acceso a los medicamentos genéricos constituyó una señal esperanzadora, cuando termine hoy esta reunión, previsiblemente no se habrán tomado decisiones de alcance que permitan anticipar ese cambio vital en la actitud proteccionista de los países más ricos.
La ronda de Doha para la liberalización comercial, lanzada en noviembre de 2001 y en la que se inscribe la reunión que concluye hoy Cancún, fue concebida como uno de los principales pilares sobre los que asentar la estrategia orientada a reducir la pobreza, mediante la inserción de las naciones más pobres en la economía global. Se confiaba en que fuera la Ronda del Desarrollo. Satisfacer tal aspiración obliga a los países más ricos a abrir suficientemente sus mercados y dejar de proteger algunos sectores en los que las economías menos avanzadas son directamente competitivas: la agricultura, ante todo, y otros sectores intensivos en mano de obra como el textil.
La agricultura es la principal fuente de ingresos para la mayoría de los países en desarrollo, pero sobre ese sector se cierne un formidable escudo protector de los países más ricos, con unas ayudas que resultan inmorales ante el abismo que les separa de los más pobres del planeta. Su mantenimiento, bajo diversas modalidades, incluidas las subvenciones a las exportaciones, crea excedentes que inundan el mercado, limitan las posibilidades de desarrollo de las naciones pobres y alimenta las ineficiencias en el seno de las economías industrializadas pues elevan los precios, al tiempo que retrasan el ajuste de los sectores menos competitivos.
Si el desmantelamiento de protecciones de los más ricos obligara a un desmantelamiento equivalente de las economías pobres, se llegaría al punto muerto de dejar las cosas como están. Es lo que vienen defendiendo EE UU y la UE, en curiosa coincidencia, ya que es el único ámbito de las relaciones internacionales donde la identificación de sus posiciones es absoluta, aunque pierden así cualquier atisbo de liderazgo moral. Frente a ellos, la gran novedad de Cancún ha sido el nuevo G-23, liderado por los más avanzados de los países en desarrollo, Brasil, China e India, un grupo musculoso pero que tampoco se ha caracterizado por flexibilizar sus exigencias, dejando en una posición todavía más comprometida a aquellos países más pobres dependientes en mayor medida de los acuerdos preferenciales con los ricos.
Cancún es sólo una etapa, cuando tendría que marcar un paso decisivo hacia un mundo más justo. Aun cuando en el último momento se trate de convenir un comunicado final que evite que la OMC salte por los aires o pierda relevancia, lo cierto es que el clima de la reunión no fortalece el proceso de integración económica internacional y la reducción de sus más adversas implicaciones para la pobreza. Cancún ha estado lejos de propiciar la manifestación de las oportunidades que depara el proceso de globalización, en lugar de que lo hagan únicamente las amenazas derivadas del mismo. El multilateralismo tampoco ha salido precisamente reforzado, a pesar de que nunca tantos países habían participado en una ronda negociadora. Aunque ya son 146 los países miembros de la OMC, fácilmente puede quedar fortalecido una suerte de bilateralismo en torno a los acuerdos con los grandes o una parcelación de acuerdos regionales no siempre compatibles con la definición de reglas de juego verdaderamente globales. Como ha señalado una ONG, Oxfam, un fracaso en Cancún puede suponer para la Organización Mundial del Comercio lo que la guerra de Irak para la ONU.
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