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A pie de obra | TEATRO
Columna
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'Pacific Overtures', entre Brook y Brecht

Marcos Ordóñez

Uno. Sigo en Londres, donde los teatros, felizmente, no cierran en agosto. En Neal Street, junto al Covent Garden pero con la catalogación de off, el Donmar Warehouse registra llenos diarios: los infinitos amantes de Sondheim se han dado cita para disfrutar de la espléndida producción de Pacific Overtures, uno de los musicales menos representados del maestro americano. Desde su fundación, hará justo 10 años, el teatro creado por Sam Mendes ha recuperado Assasins, Company, Into the Woods y Merrily We Roll Along. No es la única "casa" de Sondheim en Londres, aunque sí la más activa. El National, siempre con el apoyo financiero del todopoderoso productor Cameron Mackintosh, presentó a lo largo de la década anterior grandes montajes de Sunday in the Park With George, Sweeney Todd y A Little Night Music y, por cierto, noticia, a la hora de escribir estas líneas se confirma que Mackintosh levantará en la cúpula del Queen's, en pleno West End, un espacio de nueva planta dedicado al musical "de cámara" y que se llamará Sondheim Theatre. Saco esto a colación porque la idea de Mackintosh nace, en buena medida, gracias a ese trabajo de 10 años realizado por Mendes en el Donmar, demostrando que las obras de Sondheim funcionan muchísimo mejor en espacios reducidos, íntimos.

A propósito del montaje del musical Pacific Overtures, de Stephen Sondheim, en Londres

De hecho, el fracaso de la producción original de Pacific Overtures en Broadway, dirigida en 1976 por Harold Prince, se debió a la desmesura de la puesta en escena y a los decorados, innecesariamente fastuosos, de Boris Aronson. Simple cuestión de cálculo: Pacific era, en su momento, un musical extraño y "difícil", tanto por su tema como por su partitura, y hubiera encontrado su tono y su público en el off, como sucedió años más tarde. Quienes acudieron al Winter Garden esperando encontrarse con, digamos, un cruce entre El Mikado y El rey y yo, salieron desconcertados y Prince hubo de bajar telón a los tres meses, sin poder recuperar la inversión del costosísimo montaje.

Sondheim y John Weidman, su libretista, transgredieron, de entrada, dos de las reglas de oro del espectáculo yanqui, a saber: no hay que recordar nunca la rapacidad del imperio y no hay que hablar de culturas lejanas, a menos que se haga en un tono "encantador". Pacific Overtures se sitúa en 1850, cuando el Comodoro Matthew Perry llega al puerto de Uraga con sus barcos de guerra para obligar a Japón a abrir sus aguas territoriales al comercio. El asunto es, claro está, el choque de culturas: un mundo feudal, el "reino flotante", cerrado en sí mismo, cuyas tradiciones se verán socavadas por la "llegada de los bárbaros"... para acabar aprendiendo, con notables resultados, que el imperialismo es un gran negocio.

Dos. Las formas teatrales japonesas (Kabuki, Bunraku, teatro Noh) están al servicio de una narración sorprendentemente brechtiana, que combina con extrema astucia los más diversos procedimientos, desde el relato mítico con aire de fábula infantil hasta un sutil didactismo que nunca pierde de vista los hechos históricos, pasando por la sátira de costumbres y la reflexión lírica. La mezcla de registros es constante: el humor del delicioso episodio inicial, en el que el samurái Kayama decide cubrir la arena con esteras para que los bárbaros no pisen la tierra sagrada, concluye abruptamente con el suicidio de su esposa, desesperada ante su tardanza. Se diría que Pacific Overtures comienza en "clave Mizoguchi" para acabar con la tonalidad de Ozu: el viejo Kayama adopta las costumbres de los invasores, indumentaria incluida, mientras su amigo, el pescador Manjiro, recorre el camino contrario para convertirse en un anacrónico samurái, fanático defensor de un Oriente irrecuperable. Los ecos del gran cine japonés tienen a Kurosawa en su centro con la canción Someone in a Tree, quizá la más compleja que jamás haya escrito Sondheim, y un homenaje inequívoco a Rashomon: un muchacho, desde lo alto de un árbol, asiste a la firma del tratado entre japoneses y americanos; años más tarde, cuatro voces (el narrador, un guerrero, un anciano y el niño que fue) se cuentan lo que vieron y oyeron, pero ninguna versión coincide.

La partitura es una deslumbrante mixtura de sonoridades orientales, en una amplia gama que alterna la ironía ácida (el stacatto de Chrysanthemum Tea) con la delicadísima melancolía de Poems o There Is No Other Way, y los motivos del musical clásico, combinación sintetizada en la danza Kabuki que cierra el primer acto y que poco a poco se convierte en un cake-walk. Ya en el segundo, la irrupción de los almirantes europeos se concreta en Please Hello, un espléndido pastiche de Offenbach, Sousa y Gilbert & Sullivan, y la fusión alcanza su cumbre en el precioso vals Pretty Lady, el número más popular de Pacific Overtures. La producción, creada por Gary Griffin en el Chicago Shakespeare Theater, mantiene a tres de sus actores originales, los americanos Joseph Anthony Foronda (el Narrador), Kevin Gudahl (Kayama) y Richard Manera, que se desdobla en una docena de personajes. El resto del extraordinario elenco es británico y japonés; todos son hombres, interpretando, indistintamente, como manda la tradición japonesa, roles masculinos y femeninos: destaca, en una de las escenas más aplaudidas, Jerome Pradon como la maléfica madre del Shogun. La puesta en escena, de un minimalismo radical -un simple rectángulo de madera, sin decorados ni añadidos-, bebe en las depuradísimas aguas de Peter Brook: imposible no evocar, ante las precisas coreografías, los gestos pautados al milímetro, los recursos tan sencillos como imaginativos (un puñado de arena se convierte en una playa; una cinta roja, en un chorro de sangre), el magisterio de La Conferencia de los pájaros o el Mahabharatta. El espectáculo permanecerá en el Donmar hasta el 6 de septiembre; sería un verdadero regalo para el Festival de Otoño de la próxima temporada.

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