_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El hombre que no era él

Se le ocurrieron las dos a la vez, así de sencillo: de pronto, allí estaban, brillando como bengalas en medio de la fatiga, la irritación y el aburrimiento en los que estaba atrapado desde hacía un mes. No era un hombre con demasiada fe en sí mismo, de modo que jamás pensó que aquello pudiese convertirle en un ser legendario, hasta tal punto que su apellido se iba a transformar en un adjetivo. Ni más ni menos. Un adjetivo que emplearían con frecuencia, por cierto, incluso quienes no supiesen nada de él. Quién puede atreverse a soñar con eso.

Naturalmente, las circunstancias influyeron en su ocurrencia. Treinta días no son sólo un mes cuando se viven como él y los demás cautivos lo estaban viviendo, sin condiciones higiénicas, ni intimidad, ni camas en las que dormir, ni alimentos, con los ojos acusadores de quienes los miraban al pasar y, al ver su aspecto, cada vez más degradado, en lugar de tenerles lástima, sentían una afilada animadversion hacia ellos. En ese ambiente y rodeado de sus compañeros de prisión, aquellas once personas que cada día se parecían más entre sí, hasta casi no poder ya distinguirse las unas de las otras, porque el cansancio, la angustia, los suplicios y el desaseo igualan a quienes los sufren, los convierten en una raza uniforme y aparte; en ese ambiente quizá no fuera difícil imaginar las dos historias.

En la primera de ellas, un hombre sufre un proceso y en la segunda se enfrenta a una condena, sin que se sepa nunca por qué, ni cuál es su culpa, ni de qué es acusado, ni quiénes son sus perseguidores. Lo que haría esas historias diferentes de todas las demás que alguna vez se habían contado sería que en ellas no se sabría nada concreto, los personajes esenciales ni siquiera iban a tener nombre. Lo único que se sabría, de alguna forma, es que éste es un mundo dividido en dos mitades, la de los que golpean y la de los que reciben los golpes. "El mundo es igual que una gran prisión", diría muchísimo tiempo después el cantante Bob Dylan, seguramente pensando en él, "algunos de nosotros somos los prisioneros / y otros somos los guardianes".

En los treinta y un días que duraba su tormento, nadie les había explicado por qué estaban allí, ni de qué eran culpables, ni cuándo podrían volver a sus casas, ni cómo era posible que por un lado les exigieran unos documentos oficiales para liberarlos y, por otro, les dijeran que esos papeles tardarían un mes en entregárselos. A muchos se les había acabado el dinero para comprar comida y agua, e intentaban sobrevivir mendigando. Muchos esperaban con temor el momento en que empezasen a pegarles igual que a alimañas.

Todo esto ocurría en Madrid, en el aeropuerto de Barajas. Los treinta y un condenados eran pasajeros mexicanos con un billete abierto. Las compañías aéreas que les habían vendido esos pasajes, prometiéndoles grandes ahorros y todo tipo de ventajas, ahora los trataban como a miserables, clientes de segunda categoría, pura escoria, y su argumento, como suelen serlo los de los grupos mafiosos, no ofrecía resquicios: estamos en temporada alta, cuando acabe y empiece a haber huecos en los aviones, les iremos dejando irse, podrán volver a México. Si yo hubiera sido Bob Dylan, habría añadido dos versos a su canción: "El mundo es una gran prisión, / algunos delincuentes están dentro / y otros están fuera".

A uno de los pasajeros se le ocurrió escribir dos novelas: una se llamaría El proceso y otra se iba a titular La condena. El pasajero se llamaba Franz Kafka y esos dos libros, que escribiría en un arrebato en cuanto volviese a Praga, pasando antes por México, aunque no se sabe por qué, lo harían famoso de por vida, tanto que, como ya se ha dicho, su propio apellido terminaría por convertirse en un adjetivo, la gente diría "es una situación kafkiana" cuando le sucediesen hechos inexplicables como el que a él estaba sufriendo, o cuando los poderosos de cualquier clase les aplastaran impunemente, sin que nadie los frenara.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Ramón Martínez -dijeron por los altavoces-. Pasajero Ramón Martínez, preséntese en el mostrador número 15.

Pero Ramón Martínez no contestó. "Eh, Ramón, que te llaman", le gritó uno de sus compañeros, pero tampoco contestó. Por qué iba a contestar. Él no era Ramón Martínez, era Franz Kafka y estaba a punto de escribir dos obras maestras que arruinarían el capitalismo. Se iban a enterar, ja, ja, ja, ja, ja, ja. No sabían quién era él.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_