Cierta falta de franqueza
Los estudiosos de la poesía conceptista siempre olvidan incluir en sus antologías un capítulo dedicado a las notas de cata. Omisión incomprensible, como demuestra esta pequeña selección:
1. "Este vino ofrece una nariz en la que se mezclan aromas tostados, de torrefacción, con otros de fruta madura, que se ven eclipsados por cierta falta de franqueza".
2. "Sencillo, fresco y alegre, pero correcto y limpio, tiene en nariz alguna gracia, con muy tenues recuerdos florales y algunas puntas cetónicas que le dan vivacidad".
3. "Notas de fruta madura, vainilla y toques especiados, de pimienta y clavo, acunados por un fondo de regaliz definen la nariz de este vino, en la que también pueden percibirse recuerdos minerales".
¡Qué bonito, por Dios! Y seguro que han escrito todo eso sin siquiera haberse acabado la botella. No como uno, que mete la toña en la copa hasta cortarse el entrecejo y allí no se colige traza de sombra mentolada ni de baya y aceituna negra; allí el fondo de almizcle parece estar tan en el fondo que ha muerto ahogado bajo las ciruelas y las picotas y el bosque umbrío; las notas lácticas resuenan muy por debajo del umbral de audición, y de los recuerdos del monte bajo si te he visto no me acuerdo. Si esta nariz me la han puesto de adorno, podían haberla encargado un poco más bonita, digo yo.
Pero cuidado que ahora vienen los neozelandeses, que no sólo están pegando muy fuerte con su moderna industria vinatera, sino que, como es sabido, carecen por completo de poesía conceptista, y se están poniendo en un plan pragmático que da pavor. Wendy Parr y David Heatherbell, dos científicos del Centro para la Viticultura y la Enología de la Universidad de Lincoln, en Canterbury (Nueva Zelanda), han tenido la extraordinaria idea de reclutar para un experimento a 11 catadores de mucho renombre y 11 tipos de la calle sin la menor noción del tema, y han puesto a prueba sus pituitarias con implacable frialdad analítica (Chemical Senses, 27:747). Los resultados dejan un amargo regusto tánico, como verán.
En primer lugar, Parr y Heatherbell dieron a oler a sus sujetos 24 aromas puros, de los que suelen aparecer en las notas de cata, y les pidieron identificarlos. Allí estaban, sin etiqueta alguna, la esencia de canela y el extracto de vainilla, la grosella y el melocotón, el melón y el regaliz, la jara y el clavel, y así hasta 24 aromas puros. Y los catadores de relumbrón los identificaron igual de regular tirando a mal que los profanos. Empate a cero.
En un comentario publicado en Nature sobre el trabajo neozelandés, la especialista en psicología del olfato Pamela Dalton asegura que los catadores profesionales suelen basar sus juicios en el vino completo, sin excluir detalles como el color y la marca del caldo. Privados de esas pistas, como en las catas a ciegas, los expertos empiezan a patinar de forma embarazosa. "El olfato es el más ambiguo de los sentidos", dice Dalton, "y es muy fácil engañarle".
Los catadores, sin embargo, sí sacaron mejor nota que los profanos en una prueba distinta, en la que no tenían que decir el nombre de un aroma puro, sino sólo reconocer si lo habían olido diez minutos antes. Ahí no hay quien les gane, y esto da una pista sobre cuál es la razón de tanta canela y tanto monte bajo: los profesionales tienen que poner un nombre a los olores para entenderse entre sí y, sobre todo, para entenderse a sí mismos. El nombre de ese olor que tan bien recuerdan puede ser frambuesa como podría ser hipotenusa, o cartón piedra. Da igual, porque no es más que un recurso nemotécnico. Parr aconseja a los novatos hacer lo mismo, e inventar sus propios nombres para los olores que les resultan familiares en el vino. Ya lo saben: mientras ustedes mismos se aclaren, el nombre de la rosa será una rosa o será un clavel, según preferencias.
Y el vino, qué narices, seguirá siendo un género poético o no será nada.
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