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Reportaje:

Terremoto político en California

Enric González

Si Marbella, con su Gil y Gil, su Muñoz, su Pantoja y sus enredos inmobiliarios, tuviera 33 millones de habitantes y una potencia económica similar a la de Francia, sería California. En realidad, no exactamente: Marbella difícilmente alcanzará el descontrol californiano. El Estado más rico y poderoso de la Unión ha perdido 45.000 millones de dólares en una estafa energética sin precedentes, sufre un déficit presupuestario de 38.000 millones y se encamina a un carnavalesco referéndum-elección, convocado para el próximo 7 de octubre, que puede dar a Arnold Schwarzenegger el cargo de gobernador y condenar California a una inestabilidad política crónica.

Hay más de 100 candidatos, y la mayoría resultan mucho más pintorescos que el actor de origen austriaco: una actriz porno que propone un impuesto sobre los implantes de silicona, un editor de revistas eróticas bajo el eslogan "el pornógrafo que se preocupa por usted" y un político demócrata de origen hispano que basa su campaña en el rechazo a esas elecciones. A cualquiera le bastará ser el más votado, menos al actual gobernador, el demócrata Gray Davis, que necesita superar el 50% de los votos para mantenerse en su puesto. El recuento será caso aparte: habrá que trabajar con papeletas de formato similar a una pequeña guía telefónica, que, en muchos condados, el elector tendrá que perforar, como en la catastrófica elección presidencial de Florida en noviembre de 2000. Nadie sabe cómo será técnicamente posible salir con bien del asunto.

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¿Cómo se ha llegado a esto? California siempre ha tenido una evolución caótica, pero el drama de estos meses empezó a gestarse probablemente durante los años ochenta, cuando el programa liberalizador de Ronald Reagan y la primera oleada de la revolución tecnológica multiplicaron la riqueza californiana. La Universidad de Stanford se convirtió en la meca para los científicos, a su alrededor creció algo llamado Silicon Valley, Hollywood apostó por unas superproducciones cada vez más caras y espectaculares y la recaudación fiscal se disparó. El gobierno de Sacramento, la capital de California, utilizó los ingresos para ofrecer a sus ciudadanos más y más servicios educativos y sociales, necesarios, por otra parte, para integrar con un mínimo de decencia (no siempre alcanzada) la enorme corriente migratoria procedente de México.

La tendencia a aumentar el gasto público se frenó con la recesión de 1991. Durante unos años se recortaron los programas sociales y se redujo el presupuesto. Pero con el boom de Internet, hacia mediados de los noventa, aparecieron millonarios por todos los rincones de California, los ingresos fiscales se dispararon nuevamente y el gobierno de Sacramento volvió a nadar en oro. La clave estaba en Wall Street. Los californianos solían pagar al Estado, como promedio, un 1,5% de sus ingresos anuales (al margen del impuesto federal sobre la renta); como la escala era progresiva, en cuanto estallaron los beneficios bursátiles, el promedio ascendió al 3,7%. "Hacia finales de los noventa, una quinta parte de todo el presupuesto de California se financiaba gracias a los impuestos sobre las ganancias de capital", recuerda Dennis Mitchell, profesor de Gestión Pública en la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA). California era tremendamente vulnerable a una crisis bursátil. En 1999, las 32.000 personas más ricas del Estado aportaron casi 10.000 millones de dólares a las arcas públicas. "California", dice el profesor Mitchell, "dependía de la burbuja".

Catástrofe en el horizonte

La catástrofe se dibujaba en el horizonte. Pero el gobierno de Sacramento, dirigido por el republicano Pete Wilson, y las dos cámaras de su Congreso, dominadas por los demócratas, hicieron todo lo posible por adelantar acontecimientos. Aprobaron una liberalización del sector eléctrico que consistía, básicamente, en crear un mercado totalmente libre para el suministro de electricidad. Las tres empresas distribuidoras tenían que acudir diariamente a una especie de Bolsa llamada Operador del Sistema Independiente y adquirir los megavatios que necesitaran, al precio a que se cotizaran en ese momento. Todos los contratos a largo plazo quedaron anulados, porque suponían, en opinión de los liberalizadores, una atadura intolerablemente perjudicial para los consumidores.

¿Qué ocurrió? Que la factura eléctrica global de los californianos pasó de 7.400 millones en 1999 a 27.100 en 2000 y 26.800 en 2001. ¿Por qué? Porque hay tentaciones irresistibles: las compañías generadoras de electricidad decidieron almacenar megavatios o reducir la producción para elevar los precios y, con ello, sus beneficios. La Comisión Federal Reguladora de la Energía concluyó en mayo de este año, tras una larga investigación, que los californianos fueron vilmente estafados, gracias a una triple combinación de carencias: falta de controles en el mercado, falta de escrúpulos en las empresas y falta de capacidad productiva. Una de las compañías que más se lucraron con el expolio fue Enron, protagonista de una monumental quiebra fraudulenta en diciembre de 2001. Enron fue sancionada el año pasado con la prohibición de vender energía, pero, como reconoció el fiscal general de California, la sanción equivalía a "aplicar la pena de muerte a un cadáver". Otras firmas señaladas por la Comisión Federal son Reliant y BP Energy, una filial de British Petroleum que, por el momento, rechaza las acusaciones. En conjunto, la comisión condenó a las empresas energéticas a devolver a California 3.000 millones de dólares.

Entretanto, sin embargo, los californianos habían pagado 45.000 millones de más en la factura eléctrica, unos 4.500 dólares por consumidor. Y el Gobierno de California había tenido que emitir deuda por importe de 11.250 millones (más 6.400 en intereses) para salvar de la quiebra a las tres sociedades de distribución eléctrica.

La fenomenal estafa se desarrolló justo antes de que Wall Street se hundiera y decenas de miles de nuevos ricos californianos vieran desaparecer sus teóricas fortunas en el agujero de las puntocom. Los ingresos fiscales de Sacramento cayeron en picado y el déficit, agravado por el mordisco eléctrico, creció de forma imparable hasta los 38.000 millones (más que todos los demás Estados juntos), mientras el Congreso se mostraba incapaz de reconducir el presupuesto: los republicanos se negaron a subir los impuestos y los demócratas se negaron a reducir las prestaciones. El bloqueo presupuestario fue sólo el colofón de un proceso calamitoso que dejó a los californianos resentidos y desengañados, incapaces de confiar en la clase política y deseosos de dar una lección al Gobierno y al Congreso.

No pudo ser en las elecciones de noviembre pasado. El Partido Republicano local eligió como candidato a gobernador, contra los deseos de George W. Bush, a un multimillonario ultraconservador llamado Bill Simon. Ser ultraconservador en California es como fumar: sólo se tolera si uno se esconde. Los californianos se taparon la nariz y reeligieron, con una participación mínima, a Gray Davis, el impopular gobernador demócrata.

Una vieja cláusula

Los republicanos no se resignaron. Y encontraron, en la letra pequeña de la Constitución de California, una vieja cláusula de 1911 que establecía un procedimiento para echar a miembros de la Administración y que nunca se había utilizado contra un gobernador. Lo primero era recoger un número de firmas que equivaliera, al menos, al 12% del total de votos emitidos en las últimas elecciones. Eso permitía convocar un referéndum sobre la continuidad del jefe del Ejecutivo estatal. Y si ganaba el "sí" en el llamado recall, el gobernador quedaba despedido. Tras las elecciones de noviembre de 2002, el número de firmas necesarias ascendía exactamente a 897.158. Un congresista republicano, Farell Issa, que había amasado una fortuna estimada en 100 millones de dólares fabricando alarmas antirrobo, invirtió 1,3 millones en el lanzamiento de la campaña para recoger firmas. Y el mal humor de los californianos hizo el resto. En poco tiempo, los promotores del recall recogieron 1,3 millones de rúbricas.

Según la Constitución, el referéndum debía celebrarse de forma simultánea con la elección de nuevo gobernador. Ese factor rompió los cálculos republicanos. La derecha contaba con capitalizar de forma automática el descontento general. Al fin y al cabo, parecía imposible que Gray Davis ganara el referéndum: necesitaba un 50% de votos en contra del recall, lo cual, según reconoció el alcalde demócrata de San Francisco, Willie Brown, era "bastante más difícil que ganar la lotería". Y además, la ley, en uno de sus pocos apartados razonables, prohibía que Davis se personara como candidato a sustituirse a sí mismo. Al republicano, en cambio, le bastaba ser el más votado entre los aspirantes.

Los republicanos ignoraban que habían abierto una caja de Pandora. Sabían que habría candidatos estrafalarios, ya que bastaban 60 firmas y un depósito de 3.500 dólares para presentarse, pero daban por supuesto que serían marginales y que no recogerían más que algunos votos antisistema. Daban la victoria por segura. Bill Simon, el candidato vencido en noviembre, corrió a apuntarse en la lista. Nadie contaba, sin embargo, con que presentarse al recall se convertiría en una pasión colectiva. Cientos se inscribieron. Uno de los primeros fue Larry Flynt, editor de revistas como Hustler y Barely legal. Su programa: aumentar los ingresos públicos con casinos y tragaperras. Le siguieron Mary Carey, una actriz porno que proponía crear un impuesto sobre los implantes de silicona; varios ciudadanos bromistas que se llamaban, como el gobernador, Gray Davis; Gary Coleman, ex niño prodigio de la televisión dedicado en la actualidad a la limpieza de oficinas, y Arianna Huffington, una columnista de prensa que en 1995 apoyaba al ala más derechista de los republicanos y que poco después, cuando su marido se declaró homosexual, se pasó a los demócratas de izquierdas. Puro pintoresquismo. Los republicanos creían tenerlo todo controlado.

Luego apareció gente más seria, como Peter Ueberroth, el organizador de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1984, un gestor de solvencia reconocida, aunque de limitado perfil público. Y empezó a hablarse de Richard Riordan, ex alcalde de Los Ángeles, un republicano moderado y popular, ajeno a la línea oficial del partido, que además decía contar con el apoyo de uno de los personajes más célebres de Hollywood: el actor Arnold Schwarzenegger. A los republicanos dejaron de salirles los cálculos.

Entonces se produjo el terremoto. Arnold Schwarzenegger había sido invitado al programa nocturno The tonight show y adelantó al presentador su propósito de anunciar que en ningún caso sería candidato, y que respaldaría a Riordan. Su asesor de prensa, George Gorton, le acompañó al plató con un folio en la mano: era el texto que el actor se había aprendido de memoria para justificar su renuncia, pese a sus conocidas ambiciones políticas. Todo estaba pactado. El presentador, Jay Leno, hizo la pregunta: "Arnold, ¿vas a ser candidato?". La respuesta debía comenzar con la frase "no voy a ser candidato...". Y sin embargo fue: "Voy a ser candidato". Leno quedó paralizado unos instantes. Tras el pasmo inicial, Gorton, el asesor, empuñó el móvil (prohibido en el plató) para avisar a los demás colaboradores de Schwarzenegger; aún hablaba cuando le echaron del estudio. El ex alcalde Riordan, que veía el programa desde su casa, no pudo reaccionar hasta el día siguiente, en que anunció simultáneamente su renuncia y su apoyo al protagonista de Terminator.

El actor de origen austriaco, tan astuto y ambicioso como siempre, había conseguido una sorpresa que valía miles de anuncios publicitarios. Dos días después, las encuestas le consideraban claro favorito, con una intención de voto del 35%.

Entre los republicanos de California cundió el pánico. Darrell Issa desistió. Bill Simon se sintió derrotado de antemano, en esta ocasión por alguien de su propio partido, pero tan centrista que parecía del bando contrario. Los demócratas, que hasta entonces pensaban atrincherarse tras la legitimidad de Davis y no presentar candidato alguno, para hacer campaña en bloque contra el recall, rompieron filas con estruendo. El vicegobernador, Cruz Bustamante, se lanzó al ruedo con una posición bastante confusa: el gobernador legítimo era Gray Davis y había que votar "no" al recall, pero, en el caso de que los irritados electores decidieran que había que echar a Davis, ahí estaba él. Bustamante era poco conocido, pero era hispano, y eso le proporcionó casi de inmediato un segundo lugar en las encuestas. Su problema, al margen de su complicada posición respecto al recall, radicaba en que el segmento de población más fervientemente entregado a Schwarzenegger era precisamente el compuesto por los jóvenes hispanos, fidelísimos admiradores del actor.

El fenómeno Schwarzenegger podría deshincharse. En los primeros días de campaña ha evitado pronunciarse sobre nada en concreto y se limita a vender esperanza. Quizá esa falta de propuestas concretas se vuelva en su contra. Faltan casi dos meses para el 7 de octubre, y todo puede ocurrir.

Inestabilidad

Lo que parece seguro es que la política californiana quedará marcada por el signo de la inestabilidad. ¿Quién garantiza que en diciembre no habrá un nuevo recall? ¿Quién puede impedirle a una Barbra Streisand, o a cualquier otro de los millonarios liberales de Hollywood, financiar una recogida de firmas? ¿Qué futuro gobernador de California se arriesgará a adoptar una medida impopular? Analistas como Bruce Cain, profesor de Estudios Gubernamentales en la Universidad de Berkeley, temen que el sistema político californiano puede convertirse en una seudodemocracia asamblearia, en la que el dinero adquiriría aún más influencia, pero consideran también posible un efecto benéfico del recall de octubre: la hipotética victoria de Schwarzenegger acabaría con el dominio de los radicales de derechas en las filas republicanas y ayudaría a centrar el debate en un Parlamento desprestigiado desde el gran fiasco eléctrico.

Quien está contento es George W. Bush. El presidente se ha limitado a hacer un comentario sobre Schwarzenegger: "Sería un buen gobernador". Ya imagina, sin duda, lo que supondría tener en California a un gobernator republicano durante la campaña de las presidenciales del año próximo. Podría incluso ganar en el mayor Estado de la Unión, un bastión demócrata cuyos 55 votos electorales fueron para Al Gore en 2000. Ahora mismo, todo parece posible.

Un gigante astuto

"SIEMPRE SOÑÉ con gente poderosa, dictadores y demás. Siempre me impresionó la gente que podía ser recordada cientos o, como Jesús, miles de años". La frase es antigua, de 1977, pero sigue definiendo el alcance de las ambiciones del hombre que la pronunció. Los años y un duradero matrimonio con Maria Shriver, sobrina carnal de John y Robert Kennedy, han moderado las opiniones de Arnold Schwarzenegger, que llegó a Estados Unidos en 1968, procedente de su Austria natal, "más derechista que el propio Atila", según una definición que él acepta con una sonrisa. La ambición, sin embargo, sigue viva. "Es astuto y manipulador; otros hombres harían cualquier cosa por una mujer, o por la droga, pero él está dispuesto a hacer cualquier cosa para ganar", dice Lou Ferrigno, antiguo compañero de exhibiciones culturistas, en declaraciones a la revista Newsweek. Su astucia es indiscutible. Cuando en 1990 se supo que su padre, jefe de policía en una aldea austriaca, había pertenecido al partido nazi, Schwarzenegger encargó al centro Simon Wiesenthan que investigara si había cometido crímenes de algún tipo. El propio fundador del centro, el rabino Marvin Hier, hizo pública la exculpación del ex nazi Gustav Schwarzenegger. En años siguientes, Arnold donó grandes sumas de dinero al centro y otras instituciones judías. En un país como Estados Unidos, despejar cualquier sospecha de antisemitismo es básico si uno aspira a algún tipo de futuro en política. También es útil ser inmensamente rico, y Schwarzenegger lo es: sus ingresos anuales medios rondan los 70 millones de dólares, en un momento en que su carrera cinematográfica decae, gracias a sabias inversiones inmobiliarias, comerciales y aeronáuticas. La imagen pública de Arnold Schwarzenegger constituye un prodigio de equilibrio cuidadosamente estudiado. Se trata de un hombre de indiscutible corpulencia, especializado como actor en papeles de extrema violencia y capaz de proyectar una imagen de dureza, pero ha trabajado en comedias, utiliza a propósito su acento alemán con efecto cómico y derrocha simpatía; es militante republicano y adorna su despacho con un gran busto de Ronald Reagan, pero se opuso al impeachment de Bill Clinton (con quien tiene buenas relaciones), es favorable al derecho al aborto y al derecho de adopción por parte de parejas homosexuales, y no cree en la venta libre de armas. Es amigo personal de George Bush padre, pero, por matrimonio, forma parte también de la otra gran familia, los Kennedy. Y ha trabajado a fondo en competiciones deportivas para chicos pobres, en los Juegos Paraolímpicos y en la aprobación, el año pasado, de un proyecto ya convertido en ley que obliga al Estado de California a financiar actividades extraescolares para niños con dificultades económicas o sociales.

No carece, por supuesto, de puntos débiles. Su reconocido uso de esteroides y sus infidelidades matrimoniales resurgirán durante la campaña. También se le acusa ya por su falta de experiencia como gestor y, sobre todo, por la vaguedad de sus respuestas cuando se le pregunta sobre problemas concretos. Tras declararse candidato, alguien le preguntó si estaba a favor o en contra de la extracción de petróleo en las costas de California. "Lucharé a favor del medio ambiente, nadie tiene que preocuparse", respondió.

Los portavoces de su campaña aseguran que la indefinición no durará y que Schwarzenegger está estudiando a fondo todos los temas necesarios. Su elección de asesores supone una nueva exhibición de astucia y de contactos: para cuestiones económicas cuenta con Warren Buffet nada menos: el sabio de Omaha, el inversor más célebre de Estados Unidos, el billonario inmune a las recesiones y cataclismos bursátiles. "Conozco a Arnold desde hace muchos años", afirma Buffet, "y sé que será un gran gobernador de California".

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