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Columna
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El calor de los culpables

Me pregunto qué hemos aprendido del calor que ahora dicen que se termina, ese calor criminal que ha recorrido España como un dragón del infierno, dejando a su paso un rastro de sangre y de ceniza. Quizá no hayamos aprendido nada. Quizá nos digamos, simplemente: los termómetros subieron, por las calles corrían serpientes de mercurio; el calor mató a algunas personas y luego se fue, sin más, así son estas cosas. Puede que sea así porque, a menudo, los seres humanos sólo somos capaces de apreciar y temer a la Naturaleza a través del miedo, tal vez porque sólo sabemos reconocer el poder de lo que nos destruye, nunca el de lo que nos mantiene vivos: estalla un volcán, se desborda un río, se produce un alud o un tornado y al ver ciudades en ruinas y personas sepultadas nos decimos: la Naturaleza es poderosa, imparable, y nosotros diminutos, de nada le sirven los aviones de guerra contra las tempestades, ni las bombas contra los terremotos. Si la Tierra se encoleriza, estamos perdidos.

Mientras el calor nos devoraba, buscamos las sombras, y muchos no las encontraron, porque en las ciudades modernas las sombras han sido abolidas en nombre del dinero. Habríamos dado cualquier cosa por un poco de frescor, por una arboleda en la que cobijarnos, pero en muchas partes no hubo sino ladrillos y cemento, torres duras que propagaban el sol. Un infierno.

Mientras Madrid ardía por los cuatro costados, yo no dejaba de relacionar el calor con los especuladores, que sin duda son la parte de abajo de los tránsfugas que han vendido la Comunidad a los salteadores. Los veía al trasluz del calor, lo mismo que el detective ve al asesino a través del puñal o vislumbra en la huella al hombre entero. Porque, más allá de la política, los especuladores son esas personas que destruyen el mundo en nombre del dinero, que juran que la destrucción y el futuro son dos mitades de la misma cosa y que poco a poco, con esa paciencia que sólo tienen los sabios o los canallas, van carcomiento las ciudades, talando árboles o acorralando ríos. Cuando uno ve a la cosa tránsfuga de dos cabezas, el Tamayosáez, y piensa en los constructores sin alma o los políticos sin vergüenza, tiende a equivocarse pensando sólo en ellos, en su cinismo y sus peleas por el poder, cuando lo lógico sería pensar en nosotros y preguntarnos: ¿Qué nos están haciendo estos miserables? ¿Qué significa que la especulación inmobiliaria gobierne las ciudades, financie campañas, dé golpes de estado municipales, compre a los indecentes que están en venta y cambie votos por euros? Debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato, decía Federico García Lorca en contra de las sociedades consumistas. Debajo de las recalificaciones hay hombres que agonizan, podríamos decir siguiendo el modelo del autor de Poeta en Nueva York y seguros de no equivocarnos.

La política se ha convertido en algo tan visible que parece haber cegado todo lo demás, en ella sólo brillan los primeros espadas de cada partido, igual que en el río sobre el que se inclinó Narciso el joven vanidoso no era capaz de ver más que su propia cara. Pero la política no es algo virtual, sino algo real, y las decisiones que se toman o se dejan de tomar en los despachos inundan nuestras vidas. Hay firmas que hacen justamente eso, se meten como reptiles bajo nuestras puertas y, mientras dormimos, nos inyectan en la sangre su veneno. Es fácil despreciar al Tamayosáez y a toda la gente que anda a su alrededor, por encima y por debajo de él, pero no es sensato tomarlo a broma: esos individuos no sólo pervierten la democracia, como dicen los grandes titulares: también ennegrecen nuestras vidas; y eso, aunque importe más, se dice menos.

Sería magnífico haber aprendido la lección del calor, recordar mañana cuánto valían ayer cada árbol, cada zona verde, porque de ese modo sabremos qué nos hacen y qué son los especuladores. Cierta gente no puede ver especulador como adjetivo, sino sólo como sustantivo, y algunos creen que es una palabra que califica a los triunfadores, los que ganan fortunas comprando barato lo que van a vender caro. Que esas personas piensen en lo que había o pudo hacerse en el suelo recalificado donde ahora hay sólo cemento. Que recuerden que el calor los asfixiaba, los roía. Que no se olviden de esas cosas, ahora que el Infierno, según dicen, va a volver a su sitio.

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