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Columna
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Cupiditas

Según mi diccionario del latín, el celebérrimo Lewis y Short, la palabra cupiditas, -atis -que, vía cupiditia, da "codicia" en español- tenía, en los tiempos clásicos, dos sentidos, uno "bueno" y otro "malo". En el primero significaba "una querencia, un deseo". En el segundo, "un deseo apasionado, lujuria, pasión, codicia". Claro, Lewis y Short eran dos caballeros victorianos. ¡Ojo, pues, con los deseos apasionados! ¡Ojo, sobre todo, con Cupido, hijo de Venus y personificación de la cupiditas en su expresión más desvergonzantemente sexual!

Perdonen el introito (aunque nunca está de más recordar de donde proceden las palabras), pero es que, de los pecados clasificados como mortales por la Madre Iglesia, la codicia parece ser el que más se prodiga hoy no sólo por estos andurriales sino, a lo que parece, en el mundo entero.

El hecho de que La tierra de Alvargónzalez es un gran poema fracasado (y Machado lo sabía) no quita para que contenga versos inspirados. Entre ellos, la casi copla que reza: "La codicia de los campos / ve tras la muerte la herencia; / no goza de lo que tiene / por ansia de lo que espera". La codicia nunca goza de lo que tiene porque siempre ansía más. Y, de entre los codiciosos, ninguno más repugnante que el que ansía acumular casas, no para gozar de ellas sino para enriquecerse.

Cuando empezó el primer boom inmobiliario en Londres, allá por los años setenta, de la noche a la mañana no se hablaba más que del precio de las viviendas. Para quienes ya tenían casa había la satisfacción de saber que, con cada día que pasaba, valía más. Para los que no tenían, era la obsesión de conseguirla cuanto antes. Recuerdo bien aquella especie de histeria, donde nunca faltaba el codicioso de turno que, frotándose las manos, te confesaba que tenía dos o tres casas y que ahora se iba a forrar. La codicia tiene una expresión facial inconfundible. La volví a ver expandirse hace poco por la cara de cierto conocido mío en Madrid, donde ahora los precios están por las nubes. Se hablaba de alguien que acababa de vender una propiedad. "Yo no vendo nunca, yo compro", apostilló mi hombre, con una sonrisa propia de Shylock. Y era verdad. Así se ha hecho rico.

Aquí en Andalucía la codicia inmobiliaria también se va apoderando de mentes y corazones. No basta ya con una casa o dos. Hay que "invertir" en más. O sea, especular. Ante la invasión extranjera los precios enloquecen en todo el litoral y detrás. Un pedazo de terreno que no servía para nada ya vale una millonada. Los cortijos se convierten en lujosos chalets y se alquilan a precios de fábula (pregunten en Frigiliana, La Herradura o cualquier "pueblo" de la costa). El dinero negro fluye raudo. Ante el espectáculo de los Gil y compañía, quienes antes tenían un poco de confianza en la democracia ya la van perdiendo. ¿Quién va a ser honrado cuando el entorno invita a no creer en nada, y mucho menos en Hacienda? Entretanto, mientras los codiciosos se enriquecen, los jóvenes tienen cada vez menos posibilidades de acceder a una vivienda digna a un precio aceptable. Y esto se llama democracia. Y esto es lo que tenemos.

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