España envejece
Algún día serán españoles de pleno derecho. Españoles del futuro, nuevos españoles. Llegaron de Malí, una de las tierras más pobres de África (o sea, del mundo), y tuvieron la suerte de poder hacerlo por la vía legal, sin afrontar los azares de los viajes en patera que tantas veces terminan en muerte o repatriación forzosa. Forman parte de los 1.444.670 extranjeros con tarjeta o permiso de residencia en vigor que hay en un país que no hace tanto exportaba mano de obra al norte de los Pirineos. En los seis primeros meses de este año, la cifra de los con papeles se incrementó en 124.670.
Son inmigrantes extranjeros como los que contribuyeron en 2001 -fecha del último censo, que registró un aumento de dos millones de habitantes en 10 años (hasta 40.847.371)- a dar lustre al espejismo de que no hay peligro de que disminuya y envejezca la población. Por cierto, que los datos del censo, referidos al 1 de noviembre de 2001, difieren de los que el 1 de enero de 2002, reflejaba la otra vara de medir la población, el padrón continuo, que arrojaba un saldo de 41.838.000 habitantes, probablemente más ajustado a la realidad.
El pasado martes, el Instituto Nacional de Estadística (INE) difundía unos datos según los cuales el número de extranjeros empadronados en España ascendía el 1 de enero de 2002 a 1.977.944 ( sólo 1.109.060 de ellos con tarjeta de trabajo o residencia). O sea, el 4,7% de la población total, una cifra que se triplicó en cuatro años y aumentó en 2001, tras la gran regularización, en 607.287.
Muchos demógrafos creen inevitable el envejecimiento de la población a medio y largo plazo, a causa del fuerte desfase generacional que se remonta al baby boom de los sesenta y setenta (de natalidad desbocada) y de la inversión posterior del proceso hasta hoy mismo, con la menor tasa de fecundidad, junto a Italia, de la UE: 1,26 hijos por mujer en edad fértil.
Él, Santoutou Diakite, de 44 años, llegó el primero a España, en 1995; ella, Toutouba Sakiliba, de 35, le siguió cuatro años después. Sus dos hijos, Mahmadou (de tres años) y Fatumata (de siete meses), nacieron en el hospital de Poniente de El Ejido (Almería), aunque la familia vive en Roquetas de Mar, junto a los invernaderos en los que Santoutou suele trabajar, aunque por el parón veraniego está en el dique seco.
Es Toutouba, por tanto, la que se gana ahora el único jornal que entra en casa, 30 euros diarios ganados por una labor agrícola de ocho horas en Cuevas de Almanzora, a 130 kilómetros y casi dos horas de autobús, lo que la obliga a levantarse de madrugada.
Su marido se queda estos días en casa cuidando de los pequeños. Y ambos coinciden: "De momento no queremos más hijos". Una afirmación que concuerda con la opinión de los sociólogos de que los inmigrantes, que llegan con hábitos sociales y culturales muy arraigados y diferentes, terminan adaptándolos paulatinamente a los del país de acogida, reduciendo, por ejemplo, la tasa de fecundidad. Si hoy nacen tantos hijos de extranjeras es, sobre todo, porque llegan en plena edad fértil.
La Asociación de Inmigrantes Malienses en España (AIME) ayuda a la familia Diakite a enfrentarse a una realidad mejor que la que dejaron atrás, pero muy dura, en una zona cuya actividad económica depende de la mano de obra foránea, pero en la que no se atan los perros con longaniza y no son raros los incidentes de xenofobia.
Fatumata, el pequeñín de la familia, españolito en ciernes, engrosa la estadística que indica que hubo en 2002 un total de 1.843 niños nacidos en el hospital de Poniente, de los que 498 (el 27,02%) eran hijos de extranjera. En toda la provincia llegan al 20%, el doble que en el conjunto de España (10,4%, frente al 3,26% en 1996), proporción que a su vez duplica con creces la de inmigrantes respecto a la población total, que se sitúa entre el 4% y el 5%.
Difícil equilibrio
Ésta no es una historia de inmigración, sino de demografía, pero, tal como van las cosas, una y otra están, y seguirán estando, estrechamente ligadas en España. Las proyecciones de aquí a 2050 son incapaces de reflejar un mantenimiento o aumento moderado de la población sin una recuperación de la tasa de fecundidad y sin un flujo continuado y notable de extranjeros: unos 160.000 al año.
Joaquín Arango, ex presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) y director del Centro de Estudios sobre Ciudadanía y Migraciones del Instituto Universitario Ortega y Gasset, señala que "el equilibrio ideal es el que determina una tasa de fecundidad en torno al nivel de reemplazo, lo que significa una media superior a dos hijos por mujer". Como alcanzar esa cota roza la utopía, incluso en un horizonte de muchas décadas, "el equilibrio sólo se puede lograr por la llegada de inmigrantes, que aumentan la población directamente, aportan más nacimientos y tienen menos fallecimientos, gracias a que la composición por edades es ahora muy propicia para la fecundidad".
El Barómetro del CIS correspondiente a mayo de 2003 señalaba que el 53% de los españoles cree que hacen falta trabajadores extranjeros, siempre que lleguen con contrato, pero que más del 58% relaciona inmigrantes con inseguridad, y un 68% cree que se les trata con desprecio (10%), agresividad (1,7%), desconfianza (45,5%) o indiferencia (10,6%).
Arango recuerda que España es el país de la UE en el que más ha aumentado la inmigración en los últimos años, gracias en parte a la gran regularización efectuada entre los años 2000 y 2002 y a la fuerte demanda de trabajo, pero cree que "la legal aumenta poco, porque está sometida a cauces legales muy estrechos, y la ilegal se incrementa demasiado". Algo que considera "una situación anómala consecuencia de una opción política muy concreta" que hace oídos sordos a los propios empleadores, que dicen que necesitan 100.000 trabajadores extranjeros, pero se fija una cuota que no llega ni a la tercera parte, mientras se lucha infructuosamente contra los ilegales sin combatir a fondo la economía negra en la que se sumergen.
Arango es un convencido de que la inmigración es "más una solución que un problema" y de que su contribución al equilibrio demográfico "no es desdeñable". "Tampoco la panacea", aclara, porque los extranjeros, aunque sean legales y coticen a la Seguridad Social, también van al médico, llevan a sus hijos al colegio y se convertirán en pensionistas, con los costes que todo ello supone.
El pasado 17 de junio, el Instituto Nacional de Estadística (INE) avanzaba datos de su informe sobre el movimiento natural de la población correspondiente a 2002. Entre ellos figuraba una tasa de fecundidad de 1,26 hijos por mujer en edad fértil, un ligero repunte respecto a los dos años anteriores (1,24), explicable además por el mayor peso relativo de la población inmigrante. En realidad, el dato, más que dar aliento a la esperanza, no hacía sino reflejar una dramática situación que contrasta, no ya con la tasa alcanzada en los años del baby boom (todavía 2,8 en 1976, ya al final, y por encima de 3 unos años antes), sino incluso con los niveles actuales en otros países de la UE, donde la tasa media es de 1,47, con la punta más alta en Francia (cerca del 1,9) y la opuesta en Italia y España.
En el año 2002 hubo en el país 416.518 nacimientos (unos 250.000 menos que en 1976) y 366.538 defunciones (67.000 más que en 1976). El crecimiento vegetativo fue mínimo, de 49.980 personas, prácticamente sustentado en la inmigración. En los próximos años y décadas, y si sólo se contase con los españoles autóctonos, aunque se produjera una recuperación moderada de la natalidad, la despoblación sería inevitable, a medida que vayan muriendo (pese al aumento de la esperanza de vida) los miembros de las generaciones muy numerosas del baby boom, sin ser reemplazados en la parte baja de la pirámide demográfica por nuevos nacimientos.
Peor aún, la pirámide, cuya forma fue antaño clásica, tendrá progresivamente una configuración muy diferente, con la base (niños y jóvenes) cada vez más estrecha, y la copa (mayores y ancianos) mucho más frondosa, y una parte central (población en edad activa, que asume el coste de base y copa) con dificultades para conservar su peso específico. Una figura antiestética y rechoncha sobre la que los políticos pueden incidir con dietas que exigen imaginación y consenso y que se resume en un fantasma que inevitablemente tomará forma corpórea: envejecimiento.
Margarita Cantalapiedra, responsable del Departamento de Análisis y Previsiones Demográficas del INE, recuerda que "el saldo vegetativo en España [diferencia entre nacimientos y defunciones] ha registrado una tendencia decreciente en los años ochenta y hasta finales de los noventa" y que "la consecuencia de mantenerse sería la disminución de la población en torno al año 2010". El brusco descenso de la fecundidad de finales de los setenta es, añade, el principal factor de envejecimiento, junto al aumento de la esperanza de vida a edades altas.
Transición demográfica
En su opinión, "si se mantienen las tendencias actuales de mortalidad y fecundidad, y aunque se sigan registrando importantes aumentos en las cifras de inmigrantes, el envejecimiento poblacional será inevitable", suavizado en cierta medida por el hecho de que el 56% de los llegados del exterior tiene una edad comprendida entre los 20 y los 40 años, es decir, se hallan en plena edad fértil.
Está claro. Hay que incentivar la natalidad. Las mujeres tienen menos hijos, y a edades más avanzadas. Es una transición demográfica ligada a la progresiva incorporación de las mujeres al trabajo, lo que modifica las condiciones para la reproducción de la fuerza de trabajo. Como señala Juan Antonio Fernández Cordón, investigador del Departamento de Demografía del Instituto de Economía e Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), "si las mujeres entran a formar parte de la población activa, dos nacimientos significarán ya dos trabajadores en potencia", y no uno y pico como cuando la mayoría se quedaban en casa. "La productividad del sistema de reproducción demográfica aumenta".
España era a comienzos de los ochenta el país europeo con menos tasa de actividad femenina, "pero ahora, las solteras o casadas sin hijos tienen tasas similares a las del resto del continente". Lo que, en definitiva, prueba que faltan incentivos específicos para que la mujer, sin renunciar a sus aspiraciones profesionales, pueda tener hijos. Algo muy difícil, sostiene Fernández Cordón, "mientras España siga siendo el país de Europa que menos porcentaje del producto interior bruto gasta en familia", y cuando hay dificultades objetivas para compatibilizar la vida laboral y familiar, desde la falta de ayudas directas hasta horarios absurdos en muchos colegios, falta de flexibilidad en el trabajo y escasez alarmante de guarderías públicas y de servicios de asistencia a los mayores dependientes, al cuidado ahora de las familias, o sea, en la inmensa mayoría de los casos, de las mujeres. "Porque no es sólo un problema económico, aunque con dinero se puede solucionar casi todo, sino de que no se puede gestionar el tiempo. Por eso, las mujeres tardan mucho en tener el primer hijo, mientras que el segundo, aunque se desee, se va retrasando o no llega nunca".
Tener un hijo es, con frecuencia, una decisión de pareja, pero, como señala este demógrafo del CSIC, las dificultades de acceso al trabajo y la vivienda producen un bloqueo en la integración de los jóvenes que les obliga a vivir en casa de los padres y les impide emanciparse y convertirse en reproductores. No se forman parejas o se forman tarde, y se tienen pocos hijos, especialmente entre los 20 y los 30 años, una franja de edad biológicamente ideal para la reproducción, pero en la que apenas se registran hoy nacimientos, excepción hecha de los de inmigrantes.
Hay expertos como José Barea, catedrático emérito de Economía en la Universidad Complutense y antiguo asesor de José María Aznar, que apuestan por ayudas directas a la familia que vayan incluso más allá de la ayuda de 100 euros mensuales a las trabajadoras madres de niños de menos de tres años. "Haría falta", señala, "pagar sueldos en función del número de hijos y mantenerlos hasta la mayoría de edad de éstos o hasta que terminasen los estudios".
José Antonio Herce, director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA), sostiene que "la gente no quiere que la sobornen para tener hijos, sino que se remuevan obstáculos. ¿Cuántos hijos desean las parejas? La mayoría dice que más de los que tienen. Pero les falta tiempo, guarderías, alguien que les ayude a cuidar de sus mayores y flexibilidad en el trabajo". Joaquín Arango lo dice de otra forma: "La fecundidad requiere seguridad".
El ex director del CIS sostiene que "la evolución demográfica plantea una grave amenaza, con frecuencia subestimada", y que, "sin querer ser catastrofista, una extrapolación nos llevaría a una situación insostenible dentro de 30 o 40 años". La revisión efectuada por el INE en 1999 de la hipótesis de evolución de la fecundidad, que ya tomaba en cuenta el aumento de la población, le llevaba a una proyección (que no previsión) del número de hijos por mujer fértil de 1,424 (1,26 en 2002), sin variarla para los 30 años siguientes.
En la hipótesis de reducción paulatina de la entrada de inmigrantes, hasta ser cero en 2020, la población bajaría en 2050 hasta unos 35 millones de habitantes. Otras proyecciones no van tan lejos. Hay una que apunta, también para 2050, a una población de 46 millones, eso sí, con una entrada anual constante de 250.000 inmigrantes que obligaría a un descomunal esfuerzo de integración.
La mayoría de los demógrafos coinciden en que la importancia de la bomba demográfica no estriba tanto en el número total de habitantes como en la distribución por edades, cuya variación a lo largo de los últimos años, y sobre todo la previsible en el futuro, conduce inevitablemente al envejecimiento y plantea retos trascendentales al Estado del bienestar.
Un ejemplo de por dónde van los tiros: en 1900, el 33,52% de la población tenía menos de 14 años; en 1950 bajaba al 26,23%, y en 2001, al 15,70%. O sea, menos jóvenes. En ese mismo siglo, los mayores de 65 años pasaron del 5,20% (1900) al 7,23% (1950) y al 16,75% (2001). O sea, más mayores y ancianos, porque la medicina y la calidad de vida han disparado el número de personas que viven más de 80 años. Ahora mismo, la esperanza de vida al nacer es de 83,23 años para las mujeres y de 75,83 para los hombres.
Aún más: cuando los nacidos durante el baby boom se jubilen y alcancen edades avanzadas, sin que el hueco que van dejando se cubra con niños y adultos activos en la misma proporción (desde entonces, la tasa de fecundidad ha caído en picado), la media de edad de la población, especialmente de la autóctona, se elevará considerablemente. Entre 1991 y 2001, el periodo comprendido entre los dos últimos censos, pasó de 36,5 a 39,5 años. En esos mismos 10 años, el grupo de mayores de 85 años, que plantean más problemas de dependencia, pasó de 450.000 a 710.000, y el de mayores de 90, aunque más reducido, se duplicó. España se hace más vieja. Pagar pensiones y servicios sanitarios y sociales a los mayores exigirá un esfuerzo que crecerá exponencialmente y cuyo peso recaerá sobre una población activa que tiende a disminuir.
Rickard Sandell, en un reciente análisis demográfico para el Real Instituto Elcano, señala que "el mercado laboral español está al borde del que será, posiblemente, el mayor cambio estructural de la historia", ya que "es evidente que la población activa crecerá mucho menos rápidamente entre 2003 y 2014 que en los años anteriores, y disminuirá a partir de 2014". En su opinión, la evolución demográfica obliga a "reconsiderar cómo deberían funcionar en el futuro los sectores más costosos de la sociedad española", como el educativo, el sanitario, el de trabajo y el de pensiones. Este último está especialmente en el punto de mira, con proyectos, objeto de fuerte polémica, como el de retrasar la edad de jubilación y ampliar a toda la vida laboral el periodo de cómputo para calcular la prestación. En Francia y otros países europeos, planes que van en la misma dirección han puesto al Gobierno contra las cuerdas.
Julio Pérez Díaz, investigador del Centre d'Estudis Demogràfics, adscrito a la Universidad Autónoma de Barcelona, es un convencido de que ni la disminución ni el envejecimiento de la población son un desastre en sí mismos. "No todo es aritmética", señala. "No sirve contar cuántos ocupados y cuántos pensionistas hay para determinar si el Estado del bienestar se puede sostener. En los años setenta y ochenta se consideraba, por ejemplo, que el crecimiento demográfico era una catástrofe. Entre 1964 y 1994, la población aumentó en unos siete millones sin que creciese el número de ocupados, pero se compensó con un fuerte incremento de la productividad. Y nadie se atrevería a decir que no mejoró el nivel de vida".
La mejora de la vejez
Pérez Díaz publicó recientemente un detallado análisis titulado
¿Cómo ha mejorado tanto la vejez en
España?, en el que afirma que "la pésima situación relativa de la vejez ha experimentado un vuelco radical en cuestión de sólo dos o tres décadas". A medida que se produce el relevo generacional, disminuye la proporción de mayores que viven en malas condiciones (herencia de épocas muy duras) y aumenta la de quienes llegan a esa etapa de la vida con una saludable situación económica. Con mejores pensiones, vivienda propia y, en muchos casos, con reservas patrimoniales suficientes para compensar los obstáculos que encuentran sus hijos para emanciparse, por las dificultades de acceso a la vivienda y al mercado de trabajo. La situación de los actuales mayores de 80 años, de trayectoria laboral y vital muy difícil, está lejos aún de ser favorable, pero la de quienes tomen el relevo será mucho mejor. "La transmisión patrimonial se produce ahora en vida, recibiendo los jóvenes mucho más de sus padres que ninguna otra generación anterior".
"El envejecimiento demográfico", concluye Pérez Díaz, "puede alarmar a algunos, pero en la trayectoria vital e individual de los jóvenes y adultos actuales ha resultado una auténtica bendición". La vejez, horizonte común para todos, "ha irrumpido definitivamente como etapa importante, prolongada y generalizada en la vida de las personas, y existe una manera óptima de que no se convierta en penuria y desprotección". Un mensaje de optimismo para concluir el repaso a un cambio social destinado a marcar la agenda política en el siglo XXI.
Con la colaboración desde Almería de María José López
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