El vestigio del tiempo
Llegado el visitante a Morella, es probable que recale, casi sin darse cuenta, bajo la sombra benéfica de Els Porxes. Este espacio de mercadeo, un auténtico foro en miniatura, concentra en él mismo y en sus alrededores algunas de las actividades que el visitante no debería nunca obviar, como comerse un buen plato de cordero en el Mesón del Pastor, comprar unos delicados flaons (dulce de requesón y almendra) en Casa Gorreta o con suerte espiar el mercado semiclandestino de la trufa cuando es temporada. Ese tipo de experiencias -y otras del mismo calibre calórico, como asistir a un concierto de órgano en la penumbra fresca y serenamente gótica de la iglesia arciprestal de Santa María- hay que tenerlas en Morella con el orgullo de respirar el aire de una pequeña ciudad interior, de un microcosmos autosuficiente.
Llegado el visitante a Morella, es probable que recale, casi sin darse cuenta, bajo Els Porxes
Hay algo en esta torre babélica que semeja un superviviente de algún cataclismo
En Els Porxes compré hace poco unos pimientos a un precio exorbitado, aunque las berenjenas resultaron más asequibles. Iba yo ese día meditando como Platón y el objeto de la meditación era cuál es precisamente el atractivo de Morella, por qué fascina siempre, por qué volvemos -al menos una vez- todos los veranos. Naturalmente, hay que notar en seguida que Morella se resume en un gran sentido de la escenografía. Hay aquí una dialéctica interior-exterior que consiste en ofrecerse en ese fabuloso perfil, como un supremo escenario, para luego replegarse en ella misma, celosa de la mirada ajena, casi segura de que todo lo que puede necesitar o desear lo obtendrá exclusivamente intramuros.
Se ha comparado a menudo a Morella con un barco varado en medio de este gran mar muerto de Els Ports y ciertamente hay algo en esta torre babélica que semeja un superviviente de algun cataclismo del que salió incólume gracias a su sólido anclaje en la roca. Los cronistas se han regodeado definiendo el paisaje de Els Ports como "lo más escabroso y árido de todo el Reino de Valencia" y realmente este es un país sediento y áspero, donde la ausencia del océano (evaporado en el Cretácico superior) nos ha dejado una escena perpetua de gran elegacia moral, sobria y enjuta como una penitencia. En ese panorama, Morella es el oasis que todo visitante ha soñado en el camino, aunque luego los pimientos, en Els Porxes, resulten prohibitivos.
En algún momento hay que hablar, naturalmente, de su prodigioso skyline. Hay algo en el perfil de sus murallas y sus casas que conforma un itinerario óptico, y esa rotundidad visual desemboca inexorablemente en el último recinto del castillo, llamado de manera muy sutil el Macho. Con esas maneras no es extraño que a lo largo de su historia fueran muchos los interesados en comprobar qué había de cierto en la fama de inexpugnable que atesoraba esa fortaleza. Al fin y al cabo, Morella no ha dejado de ser nunca un espacio para la codicia, y por eso la última guerra carlista la estan protagonizando ahora mismo el ayuntamiento de la villa y la Diputación de Castellón, desde la que la majestad tuerta de Carlos Fabra pugna por conquistar cada uno de los monumentos, bien para restaurarlos o bien para organizar en ellos fastuosas exposiciones, como La Memòria Daurada, en la arciprestal. Este duelo tiene algo de gótico y hace sonreir al visitante, que, de haber llegado hasta aquí, debe ser un hombre de convicciones templadas.
Luego está el asunto de los dinosaurios, puesto que la capital de Els Ports atesora un conjunto de restos muy interesante, aunque la visita al museo Temps de dinosaures resulte un poco decepcionante para el profano, si es que esperaba encontrar allí uno de esos bichos completos. Pero no deja de ser muy adecuado al espíritu de Morella esta asociación con lo fósil y lo extinguible. Al fin y al cabo, también ella parece formar parte del grupo selecto de las ciudades del pasado, como un vestigio prodigioso del tiempo.
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