Bajo el dulce tráfico aéreo
El Pinar de Camús es una Andorra vegetal, un Vaticano, un Liechtenstein, un San Marino, un Mónaco botánico. Dentro de un gran país pintado de verde acuoso, en el atlas de nuestra imaginación su modesto territorio estaría coloreado con un verde más puro, el necesario para hacer distinguible su frontera, como en la realidad la mancha forestal de pino piñonero que lo constituye se diferencia claramente del bosque de pino silvestre que lo está abrazando.
Estas reuniones de coníferas no son frecuentes en nuestras tierras, y menos en zonas interiores de montaña. Pero ahí está el Pinar de Camús, en el extremo de la sierra Fontanella que corresponde a Biar, bajo la tutela redonda -y nevada invierno a invierno- del monte Reconco. La pista que desde la bella población alicantina da acceso a la zona de acampada de la Cova Negra nos conduce, si se sigue avanzando por ella, hasta uno de los puntos bajos de un oculto valle forestado aunque también agrícola; pisaremos entonces el centro de una hondonada bien perceptible, como perceptible habrá sido en un momento concreto el cambio al verde escrupuloso de los pinos piñoneros. Y no sólo a su color: habrá habido también un cambio en su forma, hacia la inconfundible silueta asombrillada de estos árboles, cuyas copas en óvalo son sostenidas por un ramaje que hace la función de las varillas en los parasoles, y por un tronco rectilíneo y grueso, lleno de grietas, protegido por escamas de imprevisto marrón anaranjado.
El conflicto entre la tecnología y la naturaleza no siempre es real
Sentados a su sombra -menos tramposa, mucho más fresca que la de otros pinos- podemos ver las laderas, rematadas por crestas de caliza; y los claros donde crece el tomillo con su aroma de siempre; y las carrascas contadas, de un verdor abdicante en favor del más estricto negro. Sentados tras el breve paseo, porque este paraje se recorre pronto. Tierra para la hora sosegada, en su tranquilidad nos percatamos de algo que sucede aquí. Algo que ya forma parte ineludible de este paisaje. Tan sólo una sensación al principio. Luego, paulatinamente, un rumor sin identidad camino de un espesor más reconocible. Va creciendo, se perfila y, al fin, hace que levantemos la vista queriendo ver lo que todavía es sonido pero ya asociamos a una imagen: un avión va dejando las alturas al acercarse a su destino. Lo vemos, plateado contra el fondo celeste, y no perturba en absoluto nuestra serenidad. Al poco, otro. Y otro a no tardar.
El conflicto entre la tecnología y la naturaleza, forzado tantas veces, no siempre es real. El encuentro entre ambas aporta perspectivas muy aprovechables al terreno de lo estético y de la complejidad deseable de nuestra percepción del mundo. Que el Pinar de Camús, rincón delicioso por lo que tiene de exclusividad y pureza natural, esté bajo la ruta de aterrizaje de muchos aviones que se dirigen al aeropuerto de L'Altet no es un problema, sino una bendición. Qué dulce oír en lo alto el fragor apagado pero poderoso de los aviones y sumarlo a los sonidos previsibles y amenos del campo. Ver la iluminada máquina entre las nubes vale entonces tanto como observar a la mariposa errática. Los aviones traen su porción de calma, contribuyen al sosiego. Su rumor, tan inofensivo, al sucederse se convierte enseguida en una constatación benigna del tiempo que pasa, el que sentimos que va pasando sin daño.
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