DIVISIÓN DE OPINIONES ANTE 'LOS CUENTOS DE HOFFMANN'
Neil Shicoff pone la emoción en la puesta en escena de David McVicar.
En la première de Los cuentos de Hoffmann, en Salzburgo, los quimonos japoneses de fantasía hicieron en la sala una dura competencia a los diseños occidentales de alta costura. Fue una noche de glamour. Y, sobre el escenario, una lluvia de estrellas: Shicoff, Meier, Raimondi, Kirchschlager... La gran ocasión para un éxito de campanillas. El deseo y la realidad no forman, sin embargo, una pareja fácil. La ópera de Offenbach, ese deseo final del rey de la opereta francesa, con todas las obsesiones desplegadas del artista romántico para fletar un viaje entre el sueño y la realidad, se presta a un gran espectáculo. Para los directores de escena es un bombón, pues pueden desarrollar a tope sus fantasías (¿recuerdan las maravillas que hizo Michael Powell en el cine?). Todo transcurrió impoluto y, sin embargo, dejó un poso de insatisfacción por la plenitud no alcanzada.
Las únicas protestas se cebaron en el equipo escénico. No hubo bronca unánime, pero sí división de opiniones. ¿Por alguna modernidad? En absoluto. McVicar es un director instalado en el más absoluto convencionalismo. Desarrolla un concepto del movimiento muy trillado. Dispone la escena con orden y control. Únicamente en el acto de Giulietta y la famosa barcarola se desmelenó un poquillo, con un enfoque relamido y pasoliniano, con muchos torsos desnudos, sobre todo de chicos, y un cierto aire de decadencia. No creo que las protestas viniesen por eso, sino más bien por la excesiva contención que mostró en todo lo demás. El espacio, de todas maneras, estuvo bien planteado, pero se tuvo la sensación de que nunca pasaba nada, por mucho que Hoffmann y Nicklausse no parasen de zarandearse. La dirección de actores fue superficial y estuvo a expensas de los artistas. Si los cantantes eran inexpertos como actores (el caso de Kirchschlager) llevaban a la deriva sus personajes.
Nagano dirigió a la Filarmónica de Viena con una exquisitez aséptica. Neil Shicoff estuvo glorioso, en la estela de Kraus y Domingo, poniendo la chispa de la emoción; Raimondi pisa el escenario como un coloso, pero cantar, lo que se dice cantar, es otra historia; Waltraud Meier hizo de Waltraud Meier; Angelika Kirchschlager es demasiado lírica y poco experta para introducirse en la compleja ambigüedad de Nicklausse. Las dos desconocidas, L'ubica Vargicová (Olimpia) y Krassimira Stoyanova (Antonia), estuvieron estupendas, la primera con gran limpieza en las agilidades y la segunda con una musicalidad excelsa en una voz de poco volumen. A gran nivel profesional se mostraron los veteranos Marjana Lipovsek y Kurt Rydl.
Se utilizó en Salzburgo la edición de Choudens de 1907, con algunos añadidos de la de Fritz Oeser de 1977. El orden de los actos fue: prólogo, Olimpia, Antonia, Giulietta, epílogo. ¿Rareza en el orden? Hasta cierto punto. Patrice Chéreau puso en París en primer lugar el acto de Giulietta hace unos años y nadie se rasgó las vestiduras. Lo que importa es que la estructura dramática funcione.
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