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Crónica:TOUR 2003 | Decimoctava etapa
Crónica
Texto informativo con interpretación

Lastras se gana su crónica

El corredor de San Martín de Valdeiglesias vence y entra en el club de ganadores de etapas en las tres grandes vueltas

Carlos Arribas

Los ciclistas corren también por una crónica bonita. Corren por un contrato millonario, por un aplauso, por un ramo de flores, por el beso de la chica, por sentirse dueños del mundo, mejores que nadie, por autoestima, para ligar, para comprarse un descapotable, corren por amor a su chica, a su madre, a su novia, a sus hijos, por amor al mundo, para seguir soñando, para huir de la miseria, para ser famosos, por cumplir una promesa, por cumplir una profecía, para que les conozcan en el pueblo. Y corren para verse en el periódico. Y emocionarse como se emocionaban los enamorados que sólo querían leer cartas de amor.

Pablo Lastras estaba sentado el jueves por la noche a la puerta del hotel, al fresco de Burdeos. Charlaba de las miserias de su primer Tour con sus amigos Mancebo, Mercado, Txente... De cómo había sido incapaz de cumplir consigo mismo, que se había prometido entrar en alguna escapada y no había podido; de que se le habían encarnado las uñas de los pies y había tenido que ponerse un poco al tuning, transformar sus zapatillas Northwave cerradas en un cupé cabriolé, descapotable, para que respiraran los dedos; de que había empezado tan delgado y tan bajo el Tour que para seguir moviéndose había tenido que engordar dos kilos; hablaba de que tenía ganas de volver a casa, de que dudaba del futuro ahora que desaparecía su equipo de siempre, el iBanesto.com; hablaba de cosas de ciclista. Pasó entonces un periodista por allí, y Lastras, pura educación, le dio las buenas noches y siguió: "Por cierto, he leído la crónica de la etapa de Flecha y me encantó". Y el periodista, que le quiere a Lastras, le dijo: "Pues ya me gustaría escribir de ti, pero pocos motivos has dado hasta ahora".

"En los últimos 50 metros los pedales los movía mi madre"
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A la mañana siguiente, al empezar la etapa, la última etapa en la que había una posibilidad de escapada masiva, a Lastras le dolían las piernas como todos los días, se sentía muerto, hundido. En los primeros 60 kilómetros se había corrido a más de 50 por hora, lo que es muy deprisa, aunque ayudara un fuerte viento de espalda. No había habido ni un minuto de respiro. Imposible seguir. Y pese a ello, cuando finalmente se formó el grupo definitivo, cuando el pelotón cerró la puerta tras los 16 corredores que se jugarían la victoria de etapa, entre ellos estaba Lastras. Contaba con una fuerza suplementaria, no con el sueño de la crónica, que eso llegaría por añadidura. "Estoy muerto", le dijo a Jaimerena, su director. "Pero voy a morir matando". Contaba con la fuerza de su madre, Rosa, quien si no hubiera muerto en marzo, ayer, día de Santiago, habría cumplido 62 años. "Yo soy fuerte porque he visto a mi madre luchar", le gusta decir a Lastras. "De ella he heredado el carácter, la dureza".

En el grupo de 16 también estaba David Cañada, un zaragozano que sólo puede contar historias de mala suerte, de cómo, cuando vestía orgulloso el maillot blanco de mejor joven del Tour de 2000, una avería, una confusión con el tamaño de la rueda, le dejó hundido en la cuneta; puede hablar de sus clavículas rotas, de sus codos fracturados, de su corazón loco que se acelera y late descontrolado de vez en cuando. También, desde ayer, puede hablar de la miseria que siente un corredor cuando después de vaciarse escapado, solo contra el viento, ve en la última recta que la pancarta de meta se aleja tan rápido como veloces se acercan los perseguidores, cuando oye, en los últimos 500 metros, no el aliento del perseguidor que le come la carretera, ni el ligero roce de la cadena -iba cara al viento-, sino a su director gritándole frenético por el auricular: "¡sprinta! ¡sprinta! ¡sprinta! "Y con qué fuerzas podía yo sprintar si estaba muerto...".

David Cañada había atacado a sus compañeros a 10 kilómetros de la meta, y disputaba la contrarreloj de su vida, la que le haría un héroe del Tour, la que le hizo sentirse miserable. Por detrás le alcanzaron tres ex compañeros, el estilista francés Da Cruz, el veterano italiano Nardello y un cazador de la sierra de Ávila, residente en San Martín de Valdeiglesias (Madrid), llamado Pablo Lastras.

Lastras tiene la fuerza de carácter de su madre y el olfato de cazador de su padre, un sentido innato. Después de una carrera a lo Cañada, puntuada por fracturas múltiples, quirófanos y mala suerte, ganó una etapa en la Vuelta a Portugal. Se transformó. Dejó de ser el pupas y se transformó en El Pencas, como le llaman los amigos por sus largas piernas. Se convirtió en un killer, un ganador sin piedad. Cumplió en el Giro de 2001, por dos veces en la Vuelta de 2002, y ayer cerró el triángulo mágico en el Tour. Como un auténtico artista, impresionante de sabiduría, logró que Da Cruz y Nardello se quemaran yendo a por Cañada, que le lanzaran el sprint, a él, que, en teoría era el más lento de los tres. Era el más lento, pero también el más fuerte. No iba a dejar pasar la oportunidad. Una bala, una pieza. "Pero", dijo, "fue porque en los últimos 50 metros los pedales los movía mi madre".

Lastras gana la etapa y señala al cielo dedicando el triunfo a su madre.
Lastras gana la etapa y señala al cielo dedicando el triunfo a su madre.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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