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Coincidencias Aznar-Caldera

Josep Ramoneda escribía en estas mismas páginas el pasado 15 de julio De Tejas a Montbrió, construido sobre la obsesión de José María Aznar por una España unida, indivisible. Estaríamos de acuerdo en que el presidente del Gobierno español está convencido -y no equivocado- de que en diferentes ámbitos que podríamos llamar electorales del Estado español, una airada crítica contra los nacionalismos puede dar sus frutos. En eso estaríamos de acuerdo. Muy de acuerdo. Es por ese mismo motivo que el PSOE de Felipe González fue también, durante sus 14 años de gobierno en la Moncloa, quien impulsó y alimentó un espíritu de involución autonómica constante y creciente que arrojó a Cataluña a un desarrollo inferior al de sus posibilidades, a las contempladas en la Constitución y en el Estatuto de Autonomía. De todas formas, el Gobierno catalán, de la mano de Jordi Pujol, supo -y aprendió- de qué manera podía Cataluña avanzar sin contar con el apoyo de Madrid, aguantando los embates centralistas de aquellos tiempos guiados por el jacobinismo de los dirigentes socialistas, incluidos los militantes catalanes Serra y Borrell.

La obsesión recurrente -parafraseando a Ramoneda- de CiU por el bienestar de los ciudadanos de Cataluña y por su progreso económico y social llevó a la federación -entonces coalición- nacionalista a tomar las riendas de la estabilidad de la política española cuando en 1993 el PSOE tuvo su victoria más amarga. Una estabilidad que se tradujo en mejoras sustanciales de nuestro nivel de autogobierno. Y esta etapa tuvo su réplica en 1996, dando apoyo a la investidura de José María Aznar, no gratuitamente, sino con un acuerdo político que reportó a Cataluña unos avances autonómicos considerables que hoy son realidad, como el despliegue de los Mossos d'Esquadra, la segunda mejora del sistema de financiación, la eliminación del vergonzante peaje de la B-30 o el traspaso de la gestión de los puertos de Tarragona y Barcelona. No le engañaré ni le descubriré nada nuevo si le comento, con toda sinceridad, que ese paso no fue nada fácil. La campaña electoral que vivimos en 1996 fue, sin exagerar, una de las más duras contiendas de la historia de la política española de los últimos tiempos. La beligerancia de los dos grandes partidos mayoritarios del Estado español llegó a extremos inauditos, quizá hasta vergonzosos e indignos. Pero estos episodios no se dieron únicamente en dirección PP-PSOE sino que significaron el inicio del ataque personal de José María Aznar contra las nacionalidades históricas. Seguramente fue en ese momento cuando Aznar descubrió las delicias del antinacionalismo. Y entonces CiU entraba en juego: en el juego de la estabilidad parlamentaria pero también, y sobre todo, en el juego de conseguir más para Cataluña. Estabilidad a cambio de avances. La política mostró entonces su cara más dura, el pacto con el gran adversario se hizo realidad. Hubiera sido entonces muy fácil limitarnos a ver los toros desde la barrera y a vociferar consignas que tanto rédito electoral podrían haber reportado a CiU. Pero nuestra responsabilidad con los ciudadanos de Cataluña nos decidió a mojarnos, a asumir riesgos.

A cuatro meses de las elecciones al Parlament de Cataluña, el panorama está más abierto que nunca. CiU, que parecía perdida en los designios de los vientos de cambio que tan holgadamente han proclamado los partidos de la oposición, sigue en su camino ascendente. Más bien parece ser el partido socialista el que hoy ha perdido su horizonte. Pasqual Maragall vive supeditado al proyecto del Partido Socialista Obrero Español, sin marcha atrás posible. Sin proyecto y sin ruta, a los socialistas catalanes no les queda más opción que el ataque incontrolado contra las propuestas de futuro que Convergència i Unió está anunciando de la mano de Artur Mas. Maragall vive encadenado entre su necesidad electoralista de dar un giro catalanista al PSC y las actitudes rabiosamente antinacionalistas de sus socios en Madrid, como si el tiempo no hubiera pasado: González, Borrell y Serra tienen hoy sus réplicas perfectas en las personas de Zapatero, Caldera e Ibarra, por sólo nombrar unos ejemplos.

Fue principalmente por ese motivo, pues, que decidí dar réplica al artículo de Ramoneda. Su dura afirmación sobre el pragmatismo de los votantes de CiU me dejó perplejo: "Y con plena satisfacción de sus votantes que, excepto una minoría de creyentes, tienen muy claro el orden de la jerarquía: primero, dinero; después, patria". Siendo conocedor de su solvencia intelectual, no deja de sorprenderme que pueda caer en el mismo error del socialista Caldera de tratar al más de un millón de personas que habitualmente depositan su confianza en CiU en las urnas como si de títeres se tratara. A lo largo de sus 23 años de gobierno en Cataluña y otros tantos de influencia en los sucesivos gobiernos en Madrid, CiU ha demostrado sobradamente que su horizonte sí está claro y nuestros votantes saben a la perfección cuál es nuestra estrategia para Cataluña: una mejora sustancial del autogobierno que nos permita seguir avanzando para situarnos entre las mejores naciones de Europa. Los votantes de CiU han valorado siempre la independencia de la federación respecto de la política española. Pero más allá de la eficacia de los líderes de Convergència i Unió en la gestión del bienestar de los ciudadanos de Cataluña, han valorado, sobre todo, el respeto que desde CiU profesamos a cada uno de los comerciantes, de los pequeños emprendedores, de los empresarios agrarios, de los jóvenes inquietos y de las familias, para poner sólo unos ejemplos, que han confiado en nosotros para poner en práctica un proyecto de país que les tiene en cuenta, a cada uno de ellos. Los socialistas no suelen comprender a estos votantes, más bien los insultan. Quizás por ese motivo no han sabido, hasta hoy, convencer a los catalanes para que les den una oportunidad. Y no creo, sinceramente, que la tengan mientras caminen por la senda del desprecio y la incomprensión hacia una parte tan importante del electorado.

Pere Macias i Arau es secretario general adjunto de CiU.

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