Hamilton, entre la pasión y el dolor
El estadounidense, escapado muy lejos de la meta, destroza al pelotón que le persigue inútilmente camino de Bayona
Dice la leyenda que cuando Miguel Indurain era niño subió un día al bosque de Irati, en el corazón de los Pirineos, y, confundido por la bruma, se perdió entre las hayas. Vagando despistado se encontró con unos lamitacs, unos pequeños diablillos, agudos y sabios -de hecho ellos habían hecho brotar la niebla para perder al niño Miguel-, que se apoderaron de él con una sola intención, la de transmitirle la pasión del Tour. Era el elegido. El encantamiento duró años y años, hasta que un día, en 1996, el Tour pasó junto al hayedo camino de Pamplona, de la casa de Miguel, quien entonces oyó de nuevo a los lamitacs y supo que todo había acabado. A Lance Armstrong le preguntaron un día de dónde le llegaba la pasión por el ciclismo, la pasión del Tour, dónde estaba la diversión, si en la bicicleta Mercier violeta que su madre le había comprado, en dónde. "Pero yo", contestó el superviviente, "no busco diversión en la bicicleta, busco el dolor".
Aprendió a convivir con el sufrimiento cuando de niño practicaba el esquí sin guantes
Tyler Hamilton atravesó ayer solo el bosque de Irati, su lado norte, su lado francés, por el tremendo puerto de Bagarguy. Lo escaló, entre la bruma que le escondía el paisaje, entre las ikurriñas que por poco lo derriban, con un desarrollo muy pequeñito, un 36/26, apenas un giro de rueda con cada pedalada, apenas tres metros de avance con cada giro, y una mueca de dolor tremenda. Lo atravesó con los ojos cerrados, con los párpados bien apretados, dejándose guiar por el instinto, con la venda que aprieta su clavícula derecha, partida por la mitad, desde la primera etapa. Cada pedalada le alejaba más de un pelotón que se desintegraba intentando seguirle, le acercaba más al dolor, le sumergía en la pasión del ciclismo, en el Tour, en las palabras de Bjarne Riis. Aquel día de 1996 en que se acabó Indurain, el arma utilizada por los lamitacs para destronarlo fue un danés alto y rubio pero casi calvo, de mandíbula desencajada en feroz mueca, bocaza abierta, y frente crispada. Cumplida su misión, aquel Bjarne Riis se retiró y se convirtió en director de equipo. Y allí estaba ayer, al volante del coche que acompañaba a Hamilton, recordándole la charla de la noche anterior, que estaba en Irati, que era el elegido, que no le quedaba más remedio que seguir adelante.
Hamilton, menudo y pecoso, aprendió a convivir con el dolor cuando era un niño que practicaba el esquí y se quitaba los guantes para subir en el telesilla. Llegaba a la cima con las manos casi congeladas. Después, cuando se hizo ciclista, se hizo amigo de Armstrong -y aunque ya no comparte equipo sigue viviendo en el piso de arriba de la casa del boss en Girona-, siguió por la senda del dolor, por la necesidad de transcenderlo, de ir más allá de sus límites, para superarse. Ahora es el conejillo de indias de una película sobre el influjo del dolor en el cerebro, de las reacciones químicas, de la liberación de endorfinas, de neurotransmisores y demás. Y ayer, uniendo al dolor pasión, volvió a descubrir al mundo que el lado nihilista del ciclismo, la fuga a ninguna parte, sin ninguna esperanza, es también el lado más grande.
Cuando comenzó la etapa, el recorrido vasco del Tour del Centenario, el día de la exaltación de la ikurriña y le reivindicación del euskera como lengua necesaria, Hamilton se descolgó enseguida. Comenzó la etapa con la exaltación desesperada de David Millar, un escocés que vive en Biarritz, que corrió la contrarreloj de su vida en busca de su tierra. Entonces, en una cuesta de cuarta, Hamilton se despistó, quedó cortado. Necesitó que cinco compañeros le devolvieran al primer grupo. "Y entonces, para agradecerles el trabajo, para compensarlos por mi estupidez, no me quedó más remedio que intentar escaparme, cumplir con el plan trazado por la noche", explicó. Se escapó en el durísimo Soudet -donde en 1995, cuando se recorrió en marcha fúnebre por la muerte de Casartelli, los corredores se quedaban, deshidratados e incapaces-, alcanzó al grupo de fugados tempranos, los dejó en el puerto siguiente, en el Bagargui de Irati, y se fue solo en busca del absoluto, como Merckx camino de Mourenx en 1969, como Ocaña hacia Orcières-Merlette en 1971. Detrás de él, detrás de ellos, se quedaron la estupefacción y el cálculo.
Hamilton no podía ganar el Tour con su fuga -estaba séptimo, a nueve minutos de Armstrong-, pero sí molestar a quienes más piensan en conservar sus puestos -"¡Ah! ¿Se puede tener como objetivo quedar cuarto y quinto?", ironizaba el viejo Ferretti- que aspirar a más. A los calculadores. Y Gorospe quemó a su equipo, el Euskaltel, a todos menos a los dos líderes, para defender los lugares de Zubeldia y Mayo; y también el viejo Ferretti entró en el juego del cálculo y movió a dos de sus tres corredores para defender el sexto puesto de Basso. Y como ellos, pese a marchar muy deprisa, no pudieron con el increíble Hamilton, que viajó casi siempre con cinco minutos de ventaja, al final fueron el Telekom y el Quick Step, soñando con un sprint imposible quienes redujeron la ventaja. Fueron poco más de dos minutos -bonificación incluida- la ventaja en Bayona. Suficiente para amenazar en la contrarreloj el quinto de Mayo. Y mientras, Armstrong y Ullrich, en carroza, preparando su duelo.
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