_
_
_
_
PIEDRA DE TOQUE
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Recado a los tartamudos

Mario Vargas Llosa

Cuando la Agencia de Carmen Balcells me hizo saber que había comenzado a recibir cartas de una Fundación Española de la Tartamudez, y de tartamudos particulares, dirigidas a mí, indignadas y dolidas por un texto mío insultante contra la tartamudez, me quedé estupefacto. ¿Cuándo y por qué estúpida razón habría yo escrito semejante cosa?

Tengo ahora bajo mis ojos la docena de cartas recibidas (me anuncian otras más, incluida una carta pública) y, en efecto, todas ellas transpiran la cólera de quien ha sido ridiculizado y vejado de la manera más vil. Algunas me amenazan y, por lo menos una, propone que se quemen todos mis libros. El escrito materia de escándalo es una frase extraída de una conferencia que leí hace unos cuatro años en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, de Lima, y dice así: "Una humanidad sin novelas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos, aquejada de tremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de su lenguaje". Salta a la vista que la intención del párrafo no es herir ni ridiculizar la tartamudez ni la afasia, sino ilustrar con una metáfora, usando dos casos típicos de disfunción de la capacidad expresiva de las personas, la idea central: que sin buenas lecturas literarias el habla se empobrecería hasta reducirse a un vocabulario elemental y tosco, generando un cierto babelismo. ¿Era un buen ejemplo? Francamente, no, y reconozco que la mención de la tartamudez, en ese contexto, además de ser torpe, es también inexacta. Hago públicas mis excusas a todos los tartamudos del mundo y, en especial, a los miembros de la Fundación Española de la Tartamudez, que preside el Sr. Adolfo Sánchez García.

Ahora bien, ¿había justificación para que esa frase perdida, de aquella conferencia, suscitara semejante reacción hipersensible? Hasta ayer me parecía que no, que era una exageración absurda y quisquillosa, el afán de buscarle tres pies al gato cuando es evidente que tiene cuatro. Pero anoche, en los largos desvelos que me produce el ayuno -o en sus sueños tan ligeros que se confunden con la vigilia- estuve dando largas vueltas al asunto y cambié de opinión.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

El Sr. Sánchez García me recuerda en su carta abierta que muchos escritores eminentes fueron tartamudos (y cita entre ellos a Guillermo Cabrera Infante, a quien nunca he oído tartamudear), empezando por Lewis Carroll y terminando por Isaías Berlin, dos escribidores a los que profeso la mayor admiración. Es algo que yo sé muy bien, sin necesidad de escudriñar la literatura universal, porque entre mis conocidos y amigos hay tartamudos de enorme talento y brillantez intelectual. Uno de ellos, filósofo y políglota, tartamudea sólo en español; en cambio, cuando dicta sus clases en inglés, sus palabras fluyen naturalmente, sin el menor bache o vacilación.

En mi desvelo nocturno, inspirado por la lluvia de cartas inesperadas, recordé Los Miserables de Victor Hugo, donde, en uno de sus desplantes exhibicionistas, el narrador dice en un momento que no va a reproducir el tartamudeo de la vieja Toussant porque "le repugnaba reproducir musicalmente una enfermedad". Pero, recordé sobre todo lo cruel e implacable que suele ser la gente y la manera como suele ensañarse con las personas que padecen algún defecto o incapacidad, o, simplemente, son distintas al modelo común.

Volví al año 1946, en Piura. Mi familia se había trasladado allí desde Cochabamba, Bolivia, donde pasé toda mi infancia, porque al abuelo Pedro lo habían nombrado Prefecto de aquel departamento norteño. Fue el primer año que pasé en mi país natal. Me matricularon en el Colegio Salesiano y los nueve meses que estuve en esas aulas fueron un verdadero vía crucis. Yo hablaba como los niños serranos de los Andes, arrastrando las erres y pronunciando la s como si fuera una sh, algo que a los costeños les produce burla e hilaridad. Pero, además de las bromas y ofensas que debí padecer por mí manera de hablar, eran sobre todo mis dientes salidos los que hacían las delicias de mis compañeros, que me preguntaban a quién iba a morder, y me apodaban perro bravo, dientón y cosas menos presentables. Más tarde, en Lima, ya no fue mi acento -pues había aprendido a hablar como costeño- lo que me hacía blanco de apodos y pasadas de pésimo gusto, sólo mis largos y protuberantes incisivos, por los que en el Colegio Leoncio Prado me llamaban Bugs Bunny (el conejo de la suerte) y los cadetes acostumbraban hacerme morisquetas con la boca muy abierta y sacando toda la dentadura al aire como para sugerir un hocico monstruoso, de lobo o tigre. ¿Tonterías sin importancia y perfectamente normales entre chicos? Ahora sí me lo parecen, desde luego, y me asombro de que semejantes idioteces me hubieran hecho pasar tan malos ratos y generado en mí un verdadero complejo por mis dientes salidos. Tanto que, si mal no recuerdo, la única vez que le pedí algo a mi padre, en los pocos años que viví con él, fue que me hiciera poner los fierros correctores que el papá de un amigo, dentista, me ofreció colocarme, con un buen descuento (mi padre dijo que sí pero no lo hizo nunca y me quedé dientón).

Si ese pequeño defecto físico fue causa de tanto colerón y sufrimiento en mi infancia, hubiera sido muchísimo peor, sin duda, si hubiera sido cojo, tuerto, manco, sordomudo y, por supuesto, y acaso sobre todo, tartamudo. No sólo a los niños, también a los adultos les produce una irresistible comicidad escuchar a una persona atracándose con las palabras y luchando por sacarlas de la boca, pero al menos las personas mayores tienen -no siempre, por supuesto- la discreción de disimularlo. Muchos, no. Por el contrario, se divierten a costa de las limitaciones y defectos del prójimo como si, ensañándose contra quien padece alguna limitación, disfunción o defecto, se vacunaran contra el riesgo de contraerlo. En los niños y jóvenes es mucho peor. A esa edad no hay inhibiciones, convenciones que se respeten; los instintos y pulsiones peores se manifiestan libremente, y a veces con verdadero salvajismo, humillando, zahiriendo y vejando al que es distinto, y sobre todo, al que se halla afectado o disminuido en su capacidad física o intelectual. No me cabe duda de que la vida de un tartamudo debe ser difícil, una prueba permanente de carácter y resistencia moral contra las pullas y maltratos de que son víctimas en razón de la ilimitada maldad humana.Mi desvelo fue instructivo y enriquecedor. Me llevó a comprender, y casi casi, justificar la hipersensibilidad con que leyeron aquella frase torpe los amigos de la Fundación Española de la Tartamudez, a quienes aseguro que en adelante seré más cuidadoso cuando pergeñe alegorías o metáforas. Hacen muy bien en enfrentarse a los prejuicios y a la ignorancia que los discrimina y en muchos casos margina socialmente. Y todavía mejor programando campañas encaminadas a hacer entender a la gente común que la tartamudez, mera discapacidad de expresión, no perturba en absoluto la inteligencia, ni la imaginación, ni el talento, como lo demuestra el hecho de que en tantas ramas del saber y del arte hayan destacado tantos tartamudos.

Dicho esto, hecha mi autocrítica, en mi desvelo de ayunante también pensé, como conclusión final de esta malaventura, que cada vez va siendo más difícil escribir sin llevarse de encuentro a alguien, sin infligir un involuntario mandoble a una asociación, comunidad, fraternidad, religión o colectivo de cualquier índole, que legítimamente protestará sintiéndose ofendido o calumniado. Pensé que, por ejemplo, hoy le hubiera sido absolutamente imposible a Ernesto Sábato publicar su mejor novela, Sobre héroes y tumbas, porque probablemente la genial y delirante diatriba de sus páginas, el Informe para ciegos, lo habría expuesto a la vindicta de las asociaciones de invidentes y, acaso, hasta un proceso judicial. Avanza la justicia, sin duda, pero a un precio bastante alto: los recortes a la libertad.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_