Vehemencia
El asunto no es trivial: la melodía que ocupa la cabeza del transeúnte, la que no se disolvió en el barullo del metro y las conversaciones meridionales de los pasajeros del vagón, ahora que la divulgación de la intimidad se cotiza, es el imán que le saca del convoy en la estación de Banco de España, aunque no era ésta la meta de su viaje, y le impulsa a la salida.
El transeúnte sube las escaleras y traspasa el torno de los billetes entre el acelerado discurrir de otros viajeros. Ninguno muestra interés por la melodía que el transeúnte percibe al andar por el pasillo que le comunicará con la superficie, esa música que permanecía en sordina, sin desalojar su cerebro, hasta que ahora se la interpreta un violín.
Se encuentra situado el violinista en el centro del pasillo subterráneo, junto al bulto de un pordiosero arropado en una manta. Delante de sí colocó el concertista, como una fosa abierta, la funda tapizada de su instrumento para que los caritativos depositen las monedas. Con un temblor que no se explica, aunque desea averiguar su significado, el transeúnte desfila delante del solista.
Y conforme se encamina al final del subterráneo, en compañía de ciudadanos indiferentes a las sugerencias del sonido, la música del violinista le evoca una escena olvidada: en una taberna de la calle de Jovellanos, la sonrisa rubia de una estudiante que compartía su mesa -dos cervezas y unas croquetas- se apagó cuando él, urgido por la vehemencia, la besó en los labios.
¡Atolondrados desajustes adolescentes! La muchacha, ofendida, se levantó de la mesa y se marchó sin pagar. El muchacho fue tras ella después de abonar la consumición. Por un instinto análogo al que ha guiado al transeúnte hacia la melodía del violinista, el muchacho bajó la calle de Zorrilla y al llegar al paseo del Prado dobló a la izquierda, para dirigirse a la estación de metro de Banco de España. De esa misma boca de metro sale el transeúnte 30 años después, turbado por el rostro de aquella amada rubia que el violinista extrajo de su memoria. En la mañana de primavera, con claridad y temperatura de diamante, una brisa enérgica invita a deshacerse de sentimentalismos añosos: ¡Adiós melancolías al amor de la lumbre! ¡La renovación de la vida está en marcha!
Hay un puesto ambulante de libros junto al Palacio de Comunicaciones. El transeúnte observa los títulos del mostrador mientras trata de olvidar la melodía que le condujo al lugar donde adquirió turbadora vigencia un amor ocasional y antiguo. El transeúnte piensa que sólo conseguirá olvidar esa música con una emoción más fuerte. Compra un volumen de poemas y decide leerlo en el Retiro.
Por el acceso de la Puerta de Alcalá entra en el parque. A su derecha queda la alameda ajardinada, él aborda el camino de arena prensada y humedecida que lleva al interior. Conforme avanza, el zumbido del tráfico remite y una luz de laboratorio se filtra de los espesos árboles. Pero esa música del desasosiego persiste en presentarle aquel amor.
Es tan acuciante la insistencia del sonido que el transeúnte cree encaminarse hacia donde se produce. En el laberinto formado por los setos se abre inesperadamente la glorieta dedicada a dos dramaturgos andaluces y hermanos. Y en ella, una escultura rescatada del desván de los siglos representa el asedio del señorito a la copla, con la garbosa reja sevillana como testigo del chicoleo.
Detrás del monumento, a la manera del que proporciona voz y movimiento a los títeres, una saxofonista ensaya una canción. El transeúnte palidece al ver su cabellera rubia y esos labios que se esfuerzan en difundir la música de una nostalgia, ese encuentro de su juventud, bruscamente suspendido y jamás reanudado, en una taberna de la calle de Jovellanos.
Entonces la muchacha se fue y ahora es el transeúnte quien huye. Pero la música va con él, y cuando alcanza un rincón del parque y se sienta en un banco y abre el libro con la intención de olvidarse de lo que le desazona, en el primer poema aparece el nombre de aquella dama. Y con él, el mortificante recordatorio de las oportunidades perdidas.
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