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Columna
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La imagen

Aceptado el extraordinario valor de la imagen, admitido que la imagen-Beckham, la imagen-Claudia Schiffer o la imagen-Harrison Ford vale tanto o más que sus soportes físicos, ¿cómo no esperar su desarrollo autónomo? Las revistas gráficas -del corazón, del espectáculo- han llevado a tal punto las cláusulas sobre tratamiento de la imagen que prácticamente ningún reportaje o entrevista con famosos se abastece de fotografías de la propia publicación. El personaje cuenta con agentes que entregan las ilustraciones tras haberlas sometido a una rigurosa supervisión y acomodo, de manera que ninguna fotografía queda exenta de retoques y mejoras a cargo del ordenador. Desde los pómulos a los muslos, desde los párpados a la claridad de los ojos, desde el perfil de la nariz al volumen de los glúteos, la estampa que contempla el receptor es la obra de expertos en imagen. Expertos en estética, en anatomía, en euritmia, en comunicación. Finalmente, el producto distará tanto de su condición original que puede hablarse de una realización pura. O, inversamente: de una desrealización. Es decir, la resultante existe sólo en cuanto imagen autónoma y circula, se intercambia, se cotiza, de acuerdo a esta nueva naturaleza que, en rigor, ni es una simple mejora del prototipo ni, tampoco, una simple invención.

Ya hay películas, como Simone, donde el público se sintió estafado porque la publicidad presentaba a la actriz Rachel Roberts (oculta en los títulos de crédito) como una chica artificial. Pero ello ocurrió porque el cliente había disfrutado ya con Lara Croft, heroína de videojuegos y películas, virtual de arriba abajo. ¿Para qué queremos actrices de carne y hueso, venía a decir la gente, si están mucho mejor las de ficción? ¿Para qué difundir la imagen real de cualquier icono mediático si está mejor siendo un producto enteramente a cargo de los medios? ¿Para qué, en fin, lo real? Todo lo que se presenta de verdad como totalmente real acaba siendo demasiado terrible y duro. La imagen comercializable, con derechos de imagen, supera ese dolor de lo real y, en consecuencia, lo más apreciable en ella es precisamente su benévola irrealidad, su óptimo potencial para fluir en el espacio general, progresivamente ficticio.

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