M. C. Reyna
Con discreción, sin apenas publicidad y con muy pocas glosas de sus colegas y discípulos, la otrora todopoderosa María Consuelo Reyna, directora que fuera del diario Las Provincias, se ha cortado la coleta, nos ha dejado sin su habitual columna periodística y ha hecho mutis por el foro. No sé, ni lo quiero calcular, cuántos años llevará a pie de obra, pero han sido muchos desde que cursó sus estudios en la extinta Escuela Oficial de Periodismo, de la calle Capitán Haya, de Madrid, donde se reveló como alumna aplicada. Ni el más imaginativo de sus compañeros pudo imaginar entonces el turbión profesional que latía en aquella estudiante modosita, copropietaria de un diario centenario en Valencia, en el que un día habría de recalar con estrellas de mando.
Estas líneas no pretenden ser un corolario de su densa y prolongada trayectoria en el oficio, entre otras razones porque bien podría darse el caso de que, no resistiendo la jubilación anticipada, volviese a vestirse de luces, como los toreros de raza, o los periodistas que se ahormaron cuando la letra impresa se fundía en el crisol de las linotipias. Tampoco procede, y no es tal mi intención, valorar mediante admoniciones, reproches o aplausos el trabajo de la colega, difícilmente catalogable por lo muy determinante que fue en los decisivos años de la transición política y consolidación democrática. Pocas firmas, y no recuerdo ninguna como la suya por estos lares, han alcanzado el rango de ser, a la vez, augur, brújula, juez y hasta verdugo, con poderío sobrado para sesgar o reinventar la historia.
M.C. Reyna ha sido, pues, y al margen de la opinión que nos merezca, una pieza capital para entender nuestro pasado inmediato. A mayor abundamiento, desde su mesa de redacción en el diario decano ha ejercido de confesora de los poderes fácticos, ya políticos, ya económicos, de distinta obediencia, provocando por lo común tanta devoción como pavor. No ha de sorprendernos que estuviese en el meollo de cuanto en Valencia se urdía y que en su memoria o archivos se conserven las claves más definitorias de no pocos episodios y personajes, así como de campañas cívicas -"El Saler per al poble", el Jardín del Turia- que alentó con obvia eficacia. También de otras que poco faltó para que nos abocasen a la guerra civil. Pero en unas y en otras, y es lo que subrayamos, fue determinante.
Un capital informativo, en suma, que no debe perderse. Más aún, un capital que debe airearse, pues a ello viene obligada M.C. Reyna por el privilegio que le fue otorgado, porque fue agonista de numerosos sucesos y porque sin su testimonio es probable que nunca se acabe de alumbrar cabalmente a personajes cimeros -Manuel Broseta o Fernando Abril Martorell, entre otros-, acontecimientos opacos, como el 23-F de 1981, o la efervescencia "blavera", por no hablar de la explosiva irrupción de Eduardo Zaplana en la política indígena o el sesgo editorial pasmoso del diario en el que le crecieron -y se le afilaron- los colmillos.
Con la misión más que cumplida, sin el desgaste demoledor de la columna diaria, blindada frente a la precariedad y con la memoria vivísima, es hora de ponerse a hilvanar recuerdos y devolverle a la sociedad valenciana una parte -pero sustancial- de lo que esta sociedad le dio en forma de admiración, pánico o cabreo. Con una buena dosis de sinceridad, best seller al canto.
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