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Reportaje:TOUR 2003

Declaraciones de amor (y odio) al Tour de Francia

La carrera centenaria trasciende los límites de una competición deportiva y ha transformado las vidas y los sentimientos de quienes la han ganado

Carlos Arribas

"¡Asesinos!", gritaba Octave Lapize. "¡Asesinos!". Gritaba con las pocas fuerzas que le quedaban después de haber tenido que poner pie a tierra para subir el Tourmalet por un estrecho camino de cabras. Era 1910, el año en que Henri Desgrange, el padre del Tour, había decidido, guiado por un impulso sádico, incluir la travesía de los Pirineos, de sus cuatro montañas clásicas -Peyresourde, Aspin, Aubisque y Tourmalet-, en el recorrido del Tour, una aventura que, celebradas siete ediciones, parecía languidecer y aburrir a la burguesía de principios de siglo XX.

Con una mirada de odio y un insulto comenzó la leyenda. Unos años más tarde la leyenda inhumana del Tour se hizo plomo y tinta en las crónicas de Albert Londres, el gran reportero del periodo de entreguerras, a quien el Petit Parisien asignó cubrir el Tour de 1924. Era el especialista más indicado. Londres había denunciado el tráfico de esclavos en África y los trabajos forzados a que los poderes coloniales sometían a los africanos y había logrado con sus reportajes que se cerrara la triste penitenciaría de Cayena, en el ultramar. Había cubierto la Gran Guerra y el caos de la naciente república China. Terminó el Tour y, absolutamente conmovido por las penalidades que debían pasar los ciclistas, tituló su gran reportaje: Tour de France, tour de souffrance (Tour de Francia, tour de sufrimiento). Acuñó también la metáfora más hermosa y duradera para darle un nombre a los ciclistas: "Los forzados de la ruta".

Albert Londres, el gran periodista, acuñó la metáfora más hermosa: "Los forzados de la ruta"
El Tour es una leyenda escrita año tras año por los corredores. Sólo a ellos les pertenece
Dice Stephen Roche: "El Tour es como la mar de los marineros. El Tour es hermoso y peligroso"
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El Tour era -según su creador, Desgrange- el gran Moloch, el ídolo demoniaco al que todos los corredores se entregaban y se sacrificaban, le daban lo mejor de sus vidas, su juventud. Un dios despótico y exigente al que todos, sin embargo, profesaban admiración, devoción, amor.

"Pero el Tour es también, una hermosa mujer", añade José Miguel Echávarri, el director español que más Tours ha ganado (seis: uno Delgado; cinco Indurain), el español, quizás, que más ama la grande boucle. "El Tour es una mujer caprichosa que a primera vista decide si concede sus favores a quien se los pide. Aquel que sea aceptado le deberá devoción y cariño; el rechazado, que la olvide".

Echávarri no es, claro, el único enamorado. En una serie de espléndidas entrevistas publicadas en L'Équipe

Magazine por la escritora Christine Thomas, los 22 ganadores vivos del Tour dejan hablar a su corazón. Se expresan como nunca sobre su relación con el Tour de Francia, la carrera única. Y Stephen Roche, el ciclista irlandés que ganó el Tour del 87 -por 40 segundos sobre nuestro Perico- y que aparentaba indiferencia y ligereza, sonriente y bonachón, amante de la guinnes, utiliza la misma metáfora, teñida de miedo y respeto, para hablar de la carrera que le hizo famoso. "El Tour de Francia es una mujer. Una mujer hermosa, con encanto, que merece el reconocimiento y el amor", se declara Roche, de 43 años, antiguo trabajador de una fábrica, la cara urbana del ciclismo en Irlanda, el perpetuo enemigo de Sean Kelly, el campesino. "El Tour es una persona a la que hay que respetar. Hay que evitar los dramas, evitar el divorcio. El Tour es como la mar de los marinos. Es hermoso y peligroso: allí he dejado mi juventud y nada podrá reemplazar el trozo de vida que me ha robado".

O, como dice siempre Indurain, Miguel, que no ganó su primer Tour hasta los 27 años, hasta su séptima participación: "En el Tour he dejado 12 años de mi vida". "Pero", añade el gran navarro, de 38 años, el único hasta ahora que ha ganado cinco Tours consecutivos, "sin los corredores, el Tour no es más que una idea, no es nada. Amo el Tour y le deseo una larga vida. Lo ha cambiado todo para mí. Me ha cambiado la vida".

Pero el Tour, la carrera que simbolizó la entrada del mundo en el siglo XX, el optimismo industrial, y que ha llegado al siglo XXI transformada en una gran epopeya, ya no es propiedad de Desgrange, ni es Francia, ni es los Alpes o los Pirineos ni la Sociedad del Tour de Francia, empresa del grupo ASO que posee su copyright, ni siquiera la Unión Ciclista Internacional, que finge que dicta las normas del ciclismo y del Tour. El Tour es una leyenda escrita año tras año por los corredores. Sólo a ellos les pertenece. Le pertenece a Lucien Aimar, aquel risueño provenzal al que primero ayudó Anquetil y luego Julio Jiménez a ganar el Tour del 66. "Haber ganado el Tour se nos queda pegado a la piel toda la vida", le dice Aimar, de 62 años, a Christine Thomas. "El Tour no pertenece a los organizadores, pertenece a las leyendas, pertenece a todos aquellos que han dejado en él su juventud y su vida. Si mañana desaparece el Tour, el ciclismo se quedará sin alma".

El Tour es Ferdi Kubler, de 84 años, que lo ganó en 1950: "He vivido todos los sufrimientos en el Tour de Francia, pero no fue nada sencillo parar después de 20 años de carreras: no estar más en el Tour, ni en el podio, era no estar en ninguna parte". O Roger Walkowiak, de 76 años, un tornero, hijo de emigrantes polacos, que aún llora porque nadie le tomó nunca en serio pese a ganar el Tour del 56: "El Tour es mi mayor alegría y mi mayor cólera".

Bahamontes le regaló un águila disecado, enorme, a Charly Gaul (70 años) en 1998, cuando se cumplieron 40 años de su victoria en el Tour, un águila, recuerdo del águila de Toledo, que cuelga sobre la chimenea del escalador luxemburgués; debajo, unos guijarros blancos robados de la ladera del Mont Ventoux, el mal monte al que llama su "hogar". Donde dice: "Gracias a Dios que ha existido el Tour en mi vida. Y pensar que yo era un carnicero hijo de campesinos..."

Jansenismo no viene de Jan Janssen - el holandés miope, aire de seminarista, que ganó el Tour del 68, dos meses después de mayo-, pero podría. Jan Janssen, de 63 años, no debería haber ganado aquel Tour, pero lo consiguió en la última etapa, una contrarreloj, él, que no era el mejor contrarrelojista. Alguien diría que fue premiado por la predestinación gratuita de Dios. Él habla de su padre. "Mi padre era un hombre tranquilo, pero el día que gané el Tour mis hermanos y mis hermanas me dijeron que se había puesto de rodillas", dice Janssen, exaltado. "Qué monumento es el Tour. La belleza del ciclismo, la felicidad, es un podio y un ramo de flores. A veces me pregunto porque Armstrong tiene un aire triste..."

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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