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Columna
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'Inmoviliaria'

Por Dios, qué mala suerte, ayer se me olvidó desconectar el despertador. La noche de ayer fue movida, demasiado oscura, demasiadas copas, el alma empezó a separarse del cuerpo, y no llegué a casa con ánimo de pensar en el futuro. La radio despertador está sonando ahora sobre los cristales rotos de mi primer día de vacaciones. Las 7 de la mañana. El número rojo se clava en la pantalla con una impertinencia de madre severa, de vigilante nocturno que pretende concluir su jornada de trabajo. Pienso que podría apagar la radio, o levantarme, disponer los primeros movimientos de la convalecencia, tomar un café, una aspirina, y volver a la cama. Pero las 7 de la mañana imponen su penumbra roja sobre la mesa de noche, arrastran minuto a minuto una lentitud fosforescente. Me duele el cuello, tengo la cabeza inclinada hacia la izquierda, y el paisaje inmóvil del reloj se hunde en las aguas pantanosas de unas noticias que suenan lejanas, muy lejanas. Cada minuto es un sol rojo e infinito que surge al fondo de la ciénaga y tiñe de luces ambiguas el horizonte de los cocodrilos. La música de un teléfono móvil se arrastra como un chapoteo en la orilla sigilosa que separa mi habitación del mundo. Una pereza fría me impide mover el brazo, alargar la mano hasta el interruptor, cortar el hilo de las noticias que duelen en el cuello y en la cabeza de mi primer día de vacaciones. No tengo nada que hacer, ninguna cita de trabajo, ningún compromiso familiar, ninguna deuda con la rutina, y este vacío se acomoda a mi cuerpo, me inmoviliza, me deja sobre la cama, con el cuello inclinado hacia la izquierda, sin más horizonte que los números rojos en la pantalla del reloj y el zumbido de los locutores que hablan del tiempo y avisan de los peligros de la carretera.

Hoy será un día de mucho tráfico. La gente buscará el mar, las olas, el chapoteo de los móviles que llevan la voz hacia otros mundos, de ciudad en ciudad, de habitación en habitación. Oigo pasos y murmullos, parece que hay alguien en la casa. Debería levantarme, expulsar a los ladrones, hacer café, tomarme una aspirina y volver a la cama, sin radio, sin noticias, para hundirme en mi propio sueño y en los ruidos de la calle. El motor del autobús es un ladrón que salta por las ventanas del sueño y deja olor a gasolina en el laberinto de los recuerdos y los fantasmas. Hace frío, debería buscar la sábana, taparme, combatir la hostilidad de una mañana con sabor a licores podridos. Pero no tengo piedad conmigo mismo, estoy inmóvil, soportando mi culpa, indefenso ante el frío y el dolor de cabeza. Algo me ha sentado mal, muy mal, hay ruidos en la calle, en la casa y en mi cabeza. Los ruidos abren la puerta de la habitación, caminan muy despacio, se acercan a la cama. Alguien, que huele a tabaco y a calor, se inclina sobre mí, me observa, me toca la cara. Está frío, dice, y siento pánico, pero no tengo fuerzas para levantar la cabeza, para defenderme. Mantengo los ojos clavados en el reloj, mientras los visitantes hablan junto a mi cuerpo. Bueno, parece que ya está, el veneno ha hecho efecto. Borra las huellas y vámonos. Llama por teléfono, me dijeron que llamases cuando todo hubiese terminado. No, no utilices el móvil de la empresa.

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