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Malos chicos

El curso escolar ha acabado ya para los niños y eso me ha hecho recordar una cosa que descubrí hace meses. Un día, mientras navegaba por Internet (perdonen la catacresis), naufragué por azar en un paraje insólito. No era un islote virgen, sino todo un continente, un dominio extenso y lujoso: la revista Developmental Psychology. Por supuesto me adentré en aquel lugar y tuve la oportunidad de consultar lo que parecía un severo estudio llevado a cabo por especialistas de la Universidad de Michigan sobre los efectos de la violencia televisiva en 557 niños durante el período comprendido entre 1977 y 1992. No se trataba de algo sustancialmente nuevo, puesto que, desde los años sesenta, los norteamericanos andan muy preocupados por el particular. En julio de 2000, por ejemplo, las grandes corporaciones médicas aterrorizaron a la población al hacer pública toda una declaración contra el entretenimiento televisivo. Lo sorprendente es que, después de esa tremenda debelación, dichas asociaciones apenas dijeran cosas sobre el mal que al niño le infligen la marginación y la liberalidad con que allí pueden usarse las armas de fuego. Vean, vean Bowling for Columbine, la película precisamente ambientada en el violento Michigan. Pero dejemos este filme tan galardonado y aquel manifiesto y regresemos al informe que nos ocupa.

Tomada literalmente, la averiguación de los expertos de Michigan parece demoledora. Los muchachos que se habituaron a contemplar escenas violentas en la pequeña pantalla han desarrollado una conducta agresiva de adultos; los niños que vieron esos programas en la televisión llegando a identificarse con sus admirados y duros personajes han acabado descarriándose: según apostillan, tendieron a percibir los mamporros catódicos como hechos ciertos y soluciones eficaces. Dicha consecuencia, añadían los autores, puede aplicarse a chicos de ambos sexos, de cualquier familia, con independencia de su ingenio o capacidad, más allá de las condiciones de sus padres. Parece sobrecogedor, ¿no? El contenido del informe se resumía en cuatro conclusiones. Una hacía alusión a los diferentes efectos que ocasionaría la violencia mediática en adultos y en niños, estos últimos más vulnerables. Otra conclusión subrayaba el atractivo económico de las conductas agresivas. La violencia vende bien, decían literalmente. A los niños y a los adultos, insistían, les atraen las escenas más duras, les seducen hasta provocar en ellos emociones intensas, el estímulo o nutriente del mal comportamiento. Pero fuera de estas declaraciones previsibles, los autores del informe proponían otras dos conclusiones ideadas con mayor audacia. Más que la imitación del delincuente, es peor lección la conducta agresiva de los buenos, esos con quienes fácilmente nos identificamos: Harry el Sucio, añadían como ejemplo. Es cierto, admitían, que la violencia de los medios no convierte necesariamente a un niño delicado en un criminal, pero con la exposición frecuente pasaría -amenazaban- lo que sucede con el tabaco: cada cigarrillo que uno fuma aumenta la probabilidad de contraer un tumor de pulmón algún día. En fin, ya que hablaban de exposición, los expertos de Michigan podían haber propuesto la metáfora del bronceado solar y sus riesgos.

Pero sigamos. La revelación significativa, asombrosa, que hacían se refería a un grupo especialmente peligroso. De los quinientos y pico que habían sido encuestados cuando aún eran niños, 329 hombres eran adultos particularmente propensos al maltrato y a la respuesta humillante. Muchos de ellos, en efecto, habrían acabado por tener problemas con la justicia. Así, la frecuencia con que se detenía ahora a dichos varones, se insistía, era tres veces superior a la de otros muchachos que no habrían estado tan atentos a la violencia televisiva durante su infancia. En principio, la lección es, como antes decía, desoladora e invita a lanzar la pequeña pantalla al contenedor, como hace años proponía Jerry Mander en Cuatro buenas razones para eliminar la televisión. Sin embargo, eso no es probable que suceda, concluyen resignadamente los de Michigan, por estar como estamos tan intoxicados con las imágenes. Algo se aminoraría el mal, admitían, si los jovencitos vieran la televisión acompañados de sus padres (Advisory for Parents), puesto que éstos podrían enseñarles a distinguir lo que separa la realidad de la ficción. Vista desde el sentido común, no parece ser una gran lección que requiera quince años de trabajo. No obstante, todo está muy sensatamente expuesto y todo se presenta de manera escrupulosamente científica. ¿Seguro?

La duda acerca del concepto de violencia que los autores empleaban y el reparo por lo poco que decían de la variada biografía de los trescientos adultos agresivos me hicieron sospechar que algo no andaba bien en este informe, que incluso parecía obra de académicos un pelín mentecatos. Me explicaré. Entre los programas de los años setenta más perniciosos que en el estudio se indicaban, aquellos que más daño habrían ocasionado hasta convertir a alfeñiques en hombres broncos, encontramos series muy conocidas. Así, por ejemplo, está el caso de Starsky y Hutch, que los expertos identificaban como "very violent". Por su parte, las mujeres más agresivas, las que después de una infancia de furia televisiva acabaron por desarrollar conductas antisociales, habrían sido asiduas de series como Los ángeles de Charlie. ¿Es una causa o hay una mera correlación? Hablando de agresividad, parece obvio citar, entre otros, casos como el de Starsky y Hutch, un serial de policías duros y mamporreros que aún puede verse y del que siempre pretendían apartarnos nuestros mayores bienintencionados. Pero, ah amigos, lo que resulta desconcertante es que los expertos incluyan en su lista y finalmente condenen los Roadrunner cartoons. ¿Correcaminos y su abnegado perseguidor, Wile E. Coyote, culpables de infundir el mal en la mentes infantiles? Es muy probable que muchos de ustedes siguieran esos dibujos y que su condena les provoque hilaridad. No se rían. Si los especialistas norteamericanos no están ofuscados, si están en lo cierto, nada bueno puede esperarse de una generación, la de ustedes, que creció deleitándose con la destrucción y las explosiones que obsesivamente provocaba el patético Coyote. Pero, ah amigos, yo mismo confieso haber sido un joven espectador permanentemente expuesto al tóxico ejemplo de las tres series que he mencionado. ¿Será cierto lo que todos ustedes están pensado? ¿O será esto un espejismo que el tórrido verano me provoca, estos calores africanos que estamos acusando y que tanto se asemejan a los que padecen en el desierto de Palm Springs, ese lugar inhóspito que frecuentara Correcaminos? Que me aspen si lo sé. Se lo preguntaré a mi hijo, ahora que ha acabado el curso, lo tengo en casa y tiene un libro entre manos, aunque quién sabe si lo lee. Tendré que comprobar si eso que hojea con tanta fruición es una novela de villanos, una revista sicalíptica, un cómic manga o la programación de televisión.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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