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Columna
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Comando Mixto

La situación de escandalosa crisis que se está viviendo en la Asamblea de Madrid viene ilustrada con una serie de imágenes, manidas y desafortunadas, que abundan en la sensación de profunda decepción de los votantes. Zapatero llama "manzanas podridas" a Tamayo y a Sáez y se enfrenta "a cara de perro" al presidente del Gobierno: inocentes manzanas y fieles perros comparados con traidores, corruptos y especuladores. No sólo inmobiliarios. En realidad, lo que Tamayo y Sáez han conseguido, con el inconsciente apoyo del PSOE y con la presunta connivencia del PP, es el secuestro de una cosa pública que, en democracia, pertenece legítimamente a los ciudadanos. No se trata sólo de un secuestro en el sentido casi físico, personificado en ese Grupo Mixto dispuesto a actuar en la Asamblea con la presión y la violencia repugnantes (aún sin sangre pero de orden político) de un comando terrorista. Porque lo que de más escalofriante tiene este secuestro está directamente relacionado con la fe del electorado, con su esperanza y con su confianza en el sufragio.

Periodistas, columnistas, analistas, medios de comunicación dedican su tiempo y energías a diseccionar el entramado de responsabilidades y corruptelas que se agazapaban bajo las listas de nuestros representantes. Sin embargo, ¿se han fijado en que en los salones y en los bares, en los dormitorios y en las oficinas, en las plazas y en los mercados no se habla tanto como era de esperar de tan espinoso asunto? ¿Por qué una cuestión de tal trascendencia apenas suscita debates espontáneos y, de provocarlos, son poco apasionados? Debiera preocupar esta pregunta a los políticos, de todo signo, en ejercicio: por un lado, y en lo que a ellos mismos respecta, supone un fracaso profesional en toda regla; por otro, y en lo que atañe a sus contratantes (los votantes), significa un nuevo incumplimiento que, ya más que indignar, desilusiona hasta el silencio.

Pues esta vez la decepción es de tal profundidad que ha afectado a la conciencia democrática misma. El electorado, parte del cual superó sus tendencias abstencionistas o sacrificó su voto más ideológico por otro más útil, se esforzó en las últimas elecciones en seguir manteniendo las riendas de un impulso que aparentaba el renacimiento de la participación (del control y la vigilancia contra los abusos). Gescartera, el decretazo, el desastre del Prestige (aún sin resolver) y, por encima de todo, la intolerable e inmoral adscripción a una guerra imperialista que ni siquiera era la nuestra (si es que alguna lo es), parecían elementos suficientes para parar en las urnas los pies de unos gobernantes que se estaban subiendo a la parra del poder. La primera sorpresa fue el resultado: un castigo (si puede llamarse así) mucho menor al merecido. La pregunta que nos asaltó entonces fue qué sería capaz de desbancar a la derecha si ni siquiera lo había conseguido el colmo de una guerra que rechazaba el 92% de la población. La respuesta (aparte de las inextricables contradicciones del alma humana) estaba, también, en la propia izquierda, desde la que iba a producirse a una suerte de golpe de Estado que desbarataría las ya precarias expectativas.

Ahora es también la izquierda la que debe reaccionar. Si no hay decencia en sus filas, deben rodar cabezas. Si se demuestra otra vez que estamos en manos de corruptos, su misión ideológica es combatirlos: es lo que los votantes esperan de la izquierda. Para ello es necesaria una cohesión que se ha demostrado inexistente. ¿Qué hacer? Quizá dejar de pelear por un pedazo de terreno político recalificado y hacer, por fin, esa profunda reflexión, necesaria para, en última instancia, reconocer al enemigo. ¿Podríamos, así, recuperar la esperanza política? Cuando vemos la bochornosa actuación de los representantes del Partido Popular en la crisis de Madrid (pregunten al fiscal jefe de Anticorrupción, Carlos Jiménez Villarejo); cuando vemos a ese individuo Tamayo que exige, como quien encañona a un rehén, ser recibido por el Rey; cuando se comprueba el tiempo y el dinero que nos está costando esta vergüenza; pero, sobre todo, cuando se percibe alrededor un total desánimo ("si hay nuevas elecciones, yo no voto", he oído repetidamente), concluyo que nuestro sistema pide a gritos una revisión en profundidad. Y nuestra izquierda. De lo contrario, seguiremos en manos de un comando que secuestra los últimos residuos de nuestra fe.

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