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Columna
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Pudor y lágrimas

En una escena de la película Quo Vadis, de Mervine Leroy, vemos cómo un esclavo entrega a Nerón (Peter Ustinov) el frasquito destinado a recoger las lágrimas imperiales. Es minúsculo -la personalidad de Nerón no es proclive ni a la compasión ni a la tristeza-, como diminutas son también las dos gotas de llanto, una por cada ojo, que el César deposita allí con afectado mimo.

Utilizo esta escena como prólogo, porque su combinación de poder público, escasez humana y ridículo está cada vez más presente en el espectáculo de la vida política de este país. Espectáculo -aquí vienen las lágrimas- que es lamentable, insufrible, de llorar. Y que se va pareciendo, como una gota a otra, al circo de los programas llamados del corazón y que tendrían que llamarse de las vías biliares porque son, esencialmente, recintos de agruras y de hiel. Y además, como ríos contaminados que nacen en la abolición de la frontera entre lo privado y lo público, recorren la aridez de las presunciones y/o de las opiniones mal fundadas; se alimentan de la mezquindad, la venalidad y la maledicencia; y desembocan en la querella y/o en el mar de un olvido que es sustitución por un número semejante o peor.

Pues así va transcurriendo nuestra vida política: de numerito en numerito, de amenaza en descalificación, de pulso en bronca, como si nuestros representantes se hubieran creído que ocupan esa cima de la vida pública no para proponer soluciones sino para clavar banderillas, y crear más problemas de los que hay. La última moda está en los tribunales. Saltamos de auto en sentencia en recurso en querella, en un proceso progresivo de judicialización de lo político que es inaceptable no sólo porque busque confundir los poderes -que también- sino fundamentalmente porque pretende confundir las responsabilidades, esto es, delegarlas, es decir, eludir las de cada cual.

Creo que ninguno de nosotros aceptaría ser operado en un quirófano ocupado por el griterío, la improvisación, la desconfianza o una crispación insultante y estridente. Ni firmaría en esas condiciones una escritura; ni recibiría un curso de formación, ni siquiera se compraría unos zapatos. No veo entonces por qué tendría que aceptar la ciudadanía que la actividad política, que es la gestión de los recursos, los proyectos, las preocupaciones, las necesidades y los derechos de todos, se lleve a cabo en un ambiente así. En medio de tensiones, rencores, apriorismos, falsedades, faroladas. Desde el predominio más absoluto y más corto de miras de los intereses partidistas. En el olvido más absoluto y más largo de consecuencias de los principios no sólo de la democracia -debería, por cierto, editarse un manual básico de uso civil- sino de la ética de la cortesía y del pudor. Qué sentido tiene, por ejemplo, transparentar cualquier proceso de negociación; airear las vergüenzas de su tira y afloja; confundir, a micrófono abierto, las frases y los argumentos de partida, con los de llegada, para al final tener que desdecirse, contrajustificarse, o enquistarse en la resistencia desamparada o en el ridículo.

Y no quiero poner nombres propios, ni citar casos concretos, como una manera de subrayar que considero lo dicho una afección -en su sentido académico de alteración morbosa- de la política española en su conjunto y en sus partes. Si hubiera una sola manzana tocada en el cesto, las demás hace tiempo que la habrían reprobado y descartado. Pero sí quiero hacer una referencia nominal al partido socialista, metido en una crisis que rebosa de todo lo anterior, y cuyos tumbos son tanto más lamentables cuanto que comprometen no sólo una alternancia sino una alternativa de poder. Zapatero necesita afianzar su diferencia y su liderazgo, promoviendo si hace falta una moción interna de confianza -o de censura-. Y necesita también, a mi juicio, empezar a conectar con la realidad político-social española, que es puntual y plural, con un sistema de manos libres, que le permita hablar y conducir al mismo tiempo, y elegir para cada recorrido la ruta mejor y la compañía más idónea.

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