Sobramos
Con la que cae del cielo, nadie almuerza cocido en Madrid. El cocinero lo ahorra en sudor y el comensal en grasa. Ese garbanzo que se introduce en la perola de agua para someterse, primero, a veinticuatro horas de remojo y luego a la ebullición interminable, queda mal visto en la capital durante el verano. Dicen los enterados que de sólo mencionarlo sube el termómetro. Por eso no se vuelve a hablar de él hasta los primeros fríos. Como si estuviese en cuarentena.
En época de calor, pues, el madrileño se olvida del cocido lo mismo que del abrigo o la bufanda. Pero ese desdén temporal responde a un capricho sin tradición, porque hace un siglo figuraba en los menús de julio y agosto como plato principal, si no único, de todos los establecimientos abiertos al público -incluidos cuarteles y centros de beneficencia-. Y lo mismo en Lhardy, por hablar del más encopetado, que en la taberna más andrajosa de las Cambroneras o de las Injurias, el cocido se iniciaba con la sopa de sustancia, venían luego los garbanzos con el morcillo, el embutido, las verduritas y las patatas, y se remataba con las conchas de bechamel.
Entonces el garbanzo no se iba de vacaciones, como ahora, en que no sólo se le retira del cocido sino que, suspendido a divinis, no se le emplea ni para aliciente de una ensalada. Caer en desgracia es una arbitrariedad de la vida y la contundencia del hecho no admite excusas ni se aviene a razones. La ley del mercado dice que al reducirse el consumo disminuye la venta, y poco o nada interesan los motivos del fenómeno. De este modo, el ocioso que asome por estas fechas a las tiendas de ultramarinos contemplará al garbanzo amontonado en sacos y con el importe marcado con tiza y remendado, quizá porque la desesperación de no darle salida obliga al detallista a rebajarlo continuamente. Pero no por ello el cliente lo adquiere, ni aunque se le regalara. A eso se llama desprecio, y si nadie quiere lo que ofreces, el error está en la insistencia.
Antes que esa falta de consideración con el garbanzo, porque da pena verlo expuesto mañana y tarde como si suplicara limosna, sin que a ningún parroquiano se le parta el pecho de lástima y meta el puño en el montón y por simple caridad rebañe dos o tres piezas para apreciar su dureza y bailarlas en el cuenco de la palma, que es caricia bien modesta, al alcance del más soso y que ni el más orgulloso rechaza recibir, el tendero con un mínimo de pupila tendría que recoger esa mercancía a su debido tiempo, que es cuando el verano se echa encima, y guardarla en la fresquera, como hacen las amas de casa con sus sobrantes de temporada, y no ceder a las presiones de los proveedores, que como bien se advierte, sólo miran su provecho y no el interés general y no permiten que el sentimiento se infiltre en los negocios.
Una cuestión como ésta, que resultaría superflua si mediara el sentido común, agita ahora el mercado de Madrid. Tanto en el centro de la ciudad como en su cinturón industrial y en las villas que se han creado o engrandecido en torno a su perímetro devorando el espacio que antes dominaba el paisaje -sobre el que disertaba el filósofo y meditaba el artista del pincel-, el constructor perspicaz ha convertido el terreno agrario en urbano al edificar viviendas de diferentes alturas y conjuntos residenciales con piscina y columpios. Un milagro económico superior al de la multiplicación de los panes y los peces para quien se lo trajina, pero desolador para el que aspira a usarlo porque su altísimo costo se lo prohíbe.
A las puertas de estos habitáculos se hacinan sus pretendientes, que tratan de obtener de las entidades de crédito y de sus familiares más prósperos la suma mínima a partir de la cual se calculará el préstamo que financiará el costo absoluto. En Madrid capital, sus suburbios y sus prolongaciones, esta oferta inmobiliaria es como la cacerola de agua cuando se pone al fuego para el cocido y se consume en su propio humor, sin abastecerse de ingredientes. "Tanto vestido nuevo, tanta parola, y el puchero en la lumbre, con agua sola". A esta evidencia le puso música Federico Chueca en 1897, los niños la cantaban en la calle y después de dos siglos de oírla, parecía que se iba a quebrar la racha. Pero tampoco este verano se ha consentido que los garbanzos entren en la olla. Total, que el puchero de Madrid hierve de rabia y nunca como en estos momentos se tiene la sensación de que sobramos.
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