La pasión del diseño industrial
Este año, la Bienal de Venecia ha incluido por primera vez, con intención de continuidad, la danza contemporánea como un evento paralelo a las artes visuales, lo que concede a la expresión bailada contemporánea una dimensión y posicionamiento que antes se le negaba, y anteayer, en las enormes naves del Arsenal, ya reconvertidas en verdaderos teatros modernos, comenzó la oferta de baile actual con Frédéric Flamand (Bruselas, 1946) y su ambicioso proyecto de unir danza y arquitectos, más que arquitectura. Tras la colaboración con Jean Nouvel (Metápolis), llega este trabajo con el arquitecto norteamericano Thom Mayne (Connecticut, 1944), donde, bajo el genérico título del festival Body-City, se trabaja en los procesos de contaminación y de construcción que afectan al urbanícola.
Chaleroi / Danses-Plan K
Silent collisions. Concepto artístico: Frédéric Flamand. Coreografía: F. Flamand y bailarines. Escenografía: Thom Mayne. Violín: George van Dam. Luces: Nicolas Olivier. Vestuario: Annelies van Damme. Teatro Alle Tese-Arsenal. Venecia, 12 de junio.
Flamand no funge como estricto coreógrafo, sino como un diseñador industrial que versifica su particular loa a los elementos tecnológicos del espectáculo. Así, reúne, mutila, redibuja, reordena y finalmente crea una sistemática dentro del caos virtual y estético. Todo comienza con una bailarina desnuda que se envuelve en una larga pieza de seda que puede ser de Miyake, pero también de Fortuny; después siguen fragmentaciones corales, duetos y solos que se inspiran en las ciudades invisibles de Italo Calvino, haciendo cuadros que evocan paisajes de plena invención.
El belga usufructúa la consciente preparación de los bailarines en una danza intencionadamente sin materia específica, basada en la forma y en la asociación de las estructuras que aportan desde el ballet contemporáneo a las corrientes más actuales de la antidanza. Para unos, esto resulta ideal, mientras para otros será banal, a pesar de una puesta en escena impecable, cuidada al milímetro, limpia y proyectada con tacto de delineante y buscando un sofisticado ritual mecánico. Con el violín en directo, los paneles de un techo fragmentado se agitan en diagonales y los bailarines dibujan reflexiones excéntricas en una aleatoria del discurso bailado, hermética y abstracta, mientras el acento deconstructivo se hace perverso y dominante.
Hay riqueza de imágenes de corte ciber (cilindros de látex, multiproyecciones alternas) que engrandecen ese entorno hostil y reafirman el soberbio y cardinal papel del arquitecto hasta el punto de que la escenografía procede sobre el resto y rediseña el todo coréutico. Las ciudades imaginadas son glosadas por Flamand con filmes que tatúan a la vez el espacio y los cuerpos, los grafismos se suceden con la fuerte acústica electrónica y algunas palabras: en chino, japonés, árabe, hebreo, y tanto lo que se oye como lo que se ve compone una letanía laica y sobrecogedora de palabras desesperadas sobre unas texturas musicales atonales, que al final se abren sutilmente a lo étnico para regresar a la imagen inicial: la mujer se desenvuelve del amplio trozo de tela y abandona la escena desnuda, tal como llegó. Esta vez el único detalle discordante es un vestuario poco imaginativo y excesivamente neutro.
Babelia
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