¿Sin esperanza?
Convendrán ustedes conmigo en que el análisis de la actualidad política es un arte lábil e inseguro, que discurre sobre bases movedizas, que reputa hoy como evidencia firme aquello que mañana los hechos desmentirán estrepitosamente. Pero, además, la inevitable tasa de errores que esta tarea supone se ve aumentada a menudo por las dioptrías del sectarismo, por las dogmáticas anteojeras que muchos se colocan antes de razonar. Verbigracia: hace apenas tres meses, durante los prolegómenos del ataque anglo-norteamericano a Irak, una legión de opinadores apocalípticos pronosticaba que apenas la primera bomba made in USA cayese sobre Bagdad, Sharon-la-bestia aprovecharía la distracción mundial para lanzar el enorme poderío militar israelí contra los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza y ahogar bajo ríos de sangre todo atisbo de resistencia palestina. Cuando, por aquellas mismas fechas, algunos insinuábamos la posibilidad de que, al modo de 1991, el rápido derrumbe de Sadam Husein permitiese a un Bush más deseoso de congraciarse a los árabes y más acreedor de los israelíes encarrilar el proceso de paz, se nos trató de ilusos y hasta de propagandistas del Pentágono.
Sin embargo, durante las apenas cuatro semanas de la campaña iraquí la violencia en Israel-Palestina, lejos de dispararse, más bien fluctuó a la baja: un solo atentado suicida de consecuencias leves, ataques recíprocos, algún "asesinato selectivo" por parte hebrea...; en suma, el goteo de muertos, la tragedia cotidiana desde hace casi tres años, pero ningún gran golpe desde una u otra trinchera. La noticia de esos días en la zona fue, en todo caso, el pulso político entre Yasir Arafat y Abu Mazen, pulso del que surgió, con sus bazas y sus flaquezas, el nuevo liderazgo palestino. Después, y pese a los agoreros, el presidente de Estados Unidos parece haber superado su inicial reluctancia hacia el avispero de Tierra Santa, ha puesto en cabeza de sus prioridades exteriores la llamada Hoja de Ruta, y ha viajado a la región para comprometer de nuevo a los dirigentes locales en la búsqueda del acuerdo. Y el primer ministro de la Autoridad Palestina ha exigido a los suyos que pongan fin a la "Intifada armada", y Ariel Sharon ha comenzado a desmantelar asentamientos "salvajes" y a enfrentarse con el movimiento colono...
¿Significa todo esto que hay que echar las campanas al vuelo, que el problema más antiguo y enconado del siglo XX y del XXI se halla en vías de solución? Si me permiten la metáfora, en el pleito israelo-palestino ya no hay campanas que voltear porque todas fueron fundidas décadas atrás para hacer cañones... Hacia 1948, cuando el conflicto entre las dos naciones que reclaman como propio un mismo y pequeño país tenía sólo media centuria de recorrido, se calculó que ya habían intentado arreglarlo una veintena de comisiones foráneas (británicas primero, anglo-americanas después, de la ONU luego...). En los 55 años siguientes, la lista de mediadores -desde el malogrado Bernadotte hasta el incombustible Kissinger-, de proyectos -el plan Rogers, el plan Shultz...- y de escenarios de negociación (Camp David, Oslo, Wye Plantation, Taba...) desafía al más erudito. Ante tales antecedentes, el mayor escepticismo es poco.
No obstante, hay rasgos de la actual situación pública en Israel que, pudiendo parecer negativos, alientan paradójicamente una cautelosa esperanza. Ariel Sharon -esa criatura, mitad nazi, mitad ogro, que tanto fascina a ciertos caricaturistas de la prensa barcelonesa- ganó con claridad las elecciones del pasado febrero, pero a sus 75 años no parece que vaya a aspirar a un nuevo mandato dentro de cuatro, lo cual le da un margen de maniobra interno que no tendría ningún otro primer ministro imaginable. Además, pertenece al Likud, a la tradición del sionismo revisionista y del Gran Israel, cosa que aumenta su legitimidad para suscribir renuncias territoriales, igual que le sucedió a Menahem Begin en su día y como difícilmente podría hacer un premier laborista (véase la caída de Ehud Barak). Que, en los últimos tiempos, este Sharon "de extrema derecha" sea tachado de traidor y amenazado de muerte por los ultras israelíes sólo demuestra la complejidad de las realidades in situ y la simpleza de las caricaturas.
Por otra parte, los israelíes padecen hoy la peor crisis económica desde el nacimiento de su Estado, una crisis imputable en gran parte a los costes de la ocupación y a los efectos que la violencia y la inseguridad reinantes tienen sobre el turismo y los negocios; una crisis que ayuda a comprender el veredicto de las últimas encuestas: el 56 % de los ciudadanos del Estado judío aprueba la retirada unilateral de Gaza y Cisjordania. Si a ello le añadimos la momentánea ausencia de oposición laborista articulada y, con ello, la posibilidad de que un Sharon comprometido con la Hoja de Ruta atraiga el apoyo de ese sector huérfano de liderazgo, tal vez podría decirse que Israel está en la actualidad bastante maduro para retomar el camino del diálogo. Claro que para esos palestinos -como el profesor Edward W. Said- que sueñan en poder negociar con un Israel acorralado, o para aquellos otros -como los de Hamas- que quisieran borrarlo del mapa, la Hoja de Ruta resulta muy decepcionante. Pero deberían recordar que la persecución de esos sueños ilusorios lleva arrastrando a su pueblo de desastre en desastre desde hace al menos siete décadas.
Mientras termino este artículo, la noticia de un autobús reventado en Jerusalén, de la subsiguiente represalia israelí, de otras dos docenas de muertos en pocas horas manda al garete la tal vez ingenua esperanza expresada en los párrafos anteriores. No lo siento por mí -esos son, como decía al principio, gajes del oficio-; lo siento por los millones de individuos que, entre el Jordán y el mar, quisieran escapar de esta espiral diabólica.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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