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Columna
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Preguntas que ya no pueden esperar

Tal como describí en un comentario poselectoral, observo dos corrientes profundas avanzando de manera antagónica en la sociedad europea. Por una parte, se consolida en silencio la corriente que podríamos llamar del resentimiento: se expresa en forma de odio al extranjero, pero es una respuesta visceral a las múltiples incomodidades que deja el neoliberalismo en la piel de los más débiles de nuestra sociedad (los que viven en los peores barrios, los que deben esperar meses para operarse, los que no pueden pagarse más escuela que la pública, los que de repente han visto bajar los precios de aquellos pisos minúsculos trabajosamente pagados, los que encuentran sus angostos bares y calles repletos de gentes distintas, desconocidas y pobres).

Por otra parte, reaparece, gracias al formidable pegamento del "no a la guerra", la corriente que podríamos llamar cordial (algunos la llaman "buenista"). Ha tenido cierto éxito político en las municipales catalanas y recupera el radicalismo democrático, izquierdista e ilustrado que el viejo PSUC lideró con ejemplar abnegación y brillantez en el antifranquismo cultural. Fue sometido a irresistibles opas por parte de las fuerzas que tuvieron más votos en la naciente democracia (los socialistas, sí, pero también los convergentes) y disminuyó tanto, a causa de los pleitos fratricidas, que llegó casi a desaparecer. Su exitoso retorno se produce en un contexto en el que parece que todo lo progre está de moda. Incluso la música: no sólo se oyeron las veteranas canciones de protesta en las calles de febrero, también regresa Françoise Hardy y un espléndido Raimon acaba de recordar nuestra deuda con el olvidado Espriu. El ritornelo progre se observa en el lenguaje ("imperialismo americano"), en el radicalismo democrático (presión de la calle) y en los candorosos juegos de competencia: todos quieren ser "l'esquerra de debò" (peligro: como sucedía en los viejos tiempos, la izquierda tiende al dogmatismo y encorseta la crítica en los bienintencionados aunque muy estrechos límites de lo políticamente correcto).

Si no conectara con las jóvenes generaciones, cuya práctica política (antiglobalización, Porto Alegre) es previa, el retorno de lo progre podría parecer nostálgico. La vieja generación progre está confortablemente instalada en la clase media, pero muchos de sus hijos (uso la palabra en sentido figurado) viven sumidos en una tenebrosa precariedad. Esta precariedad (y sus consecuencias: exasperante dependencia familiar, futuro incierto), sumada a la lucidez que otorga la formación académica, da como posible resultado una tensión impredecible. Por mucho menos (la explosión demográfica de la universidad italiana en los setenta) aparecieron las Brigadas Rojas.

Pero la principal diferencia entre el progresismo de ayer y el de hoy es la ausencia de lo que entonces se llamó "fuerza del trabajo". Daré un dato de Girona, que tiene función significativa: los tres barrios en los que ICV obtuvo mejor representación son los más caros de la ciudad. Paralelamente, en la vecina población obrera de Salt (en la que se concentran los nuevos emigrantes) bastó una frase para superar a ICV y a EUiA. La pronunció el candidato del PP (un tipo que reconoció ante la prensa ser un lego en política): "Las calles de Salt parecen África". El PSC bajó. Por segunda vez consecutiva. Baja desde que llegaron los nuevos emigrantes. Parece una obviedad afirmar que el PP de Aznar exhibe calculados ramalazos populistas que hacen innecesaria la existencia de un Le Pen patrio.

También parece una obviedad que el nuevo progresismo, a diferencia del antiguo, se dirige sólo a las gentes ilustradas, confortablemente establecidas (o cuando menos, por formación y origen, capaces, como los jóvenes universitarios, de exigir atención). Y sin embargo, los principios ilustrados y pacifistas, los discursos sobre la fraternidad universal y las proclamas sobre la igualdad racial o el necesario respeto a la dignidad humana de los nuevos emigrantes son conceptos que se defienden bien entre convencidos, pero empiezan a resbalar significativamente entre nuestros conciudadanos menos armados intelectual y económicamente. La nueva emigración es un chollo para el sistema: abarata los precios del trabajo y produce una inquietud social que viene de perlas al discurso retrógrado de los conservadores. Los nuevos emigrantes generan directamente negocio (alquileres, papeleo, comercio), producen enormes beneficios sociales (laboran en tareas penosas, limpian nuestros pisos, acompañan a nuestros ancianos). Pero generan, inevitablemente, algunos problemas que, paradójicamente, cargamos en exclusiva en las espaldas de nuestros barrios pobres. Los huesos más frágiles cargan en exclusiva con la misión de integrar a los recién llegados. ¿Qué discurso reservamos a estas gentes que, habiendo conseguido a duras penas barrios y ciudades dignas, ven como su vida vuelve a degradarse? ¿No es demasiado cómodo, hipócrita, predicar una integración que no provoca en el predicador coste alguno y que le regala encima una excelente imagen de sí mismo? Los dos extremos pueden estar tocándose: la desfachatez de la derecha y el puritanismo de la izquierda. Aunque esto sería lo de menos. La pregunta es: ¿hay que silenciar, desde la izquierda, la descripción de las dificultades que, a causa de la concentración de emigrantes en sus barrios, sufren nuestros conciudadanos más débiles? No tengo respuesta para estas preguntas, pero creo imprescindible plantearlas. ¿No sería conveniente acompañar de palabra (y naturalmente, cuando se pueda, responder con obras, es decir: inversiones) a los problemas que los votantes más débiles y tradicionales de izquierda viven en sus calles? ¿Hay que silenciarlo con bienintencionados argumentos, tal como inútilmente pretendía la gauche caviar parisiense de sus votantes de Marsella? ¿Hay que dejar que sea el populismo (de corte aznariano o excéntrico) el único que les hable de estos problemas, encauzando el resentimiento del débil hacia el más débil, como hizo en Marsella Le Pen con obscenidad y alevosía?

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