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De mayo a marzo

La Guerra de las Tres Semanas iniciada en Irak el pasado 20 de marzo suscitó en todo el mundo una serie de manifestaciones, acampadas y escenificaciones que en nuestro país alcanzaron especial relieve. En muchos casos, los manifestantes eran los mismos que en ocasiones anteriores se habían alzado contra la globalización, pero es evidente que una guerra contiene una serie de precisos elementos dramáticos de los que carece una causa para muchos demasiado abstrusa como es la antiglobalización. Ya escribí entonces que la situación empezaba a parecerse a la creada en Norteamérica a finales de los sesenta en torno a la guerra de Vietnam, hechas dos o tres salvedades. Desde el punto de vista americano, la de Vietnam era una guerra que se estaba perdiendo, que venía costando la vida de miles de soldados de reemplazo y cuyos objetivos y causas se perdían en la penumbra. Para cualquier observador imparcial, por otra parte, ese conflicto era la prolongación de una guerra colonial que los vietnamitas iniciaron contra Francia y los americanos no hicieron sino continuar; una guerra de liberación en la que el temple vietnamita no podía inspirar más que simpatías. Una guerra, en suma, que nada tenía que ver con la de Irak, del mismo modo que la ascética figura de Ho Chi Ming no guardaba relación alguna con la de Sadam, ni la liberación del régimen que aquél representaba con la opresión que suponía el impuesto por el dictador iraquí, réplica árabe del encabezado por su admirado Hitler.

Todos esos extremos eran generalmente ignorados por quienes se manifestaban contra la guerra de Irak, lo que no resta motivación a su causa ya que, en definitiva, una guerra es una guerra. Lo que sí le faltó fue una intensidad comparable a la suscitada por la guerra de Vietnam, mucho más cruenta y, sobre todo, mucho más prolongada. Pero a buen seguro habrá más guerras, y las movilizaciones se reanudarán. Por otra parte, el rechazo a la guerra, más que un motivo en sí mismo, está claro que es la expresión del verdadero motivo: la profunda insatisfacción que agobia hoy a la juventud europea -motor de las movilizaciones-, en cuya naturaleza vamos a intentar indagar. Sin que haya que descartar la posibilidad de que ese rechazo a la guerra, a la globalización y a tantas otras causas políticas y sociales que van a sacudir los países europeos en los próximos meses, no terminen dando lugar a otro Big One, como dirían los americanos, algo así como un nuevo Mayo del 68. Una vez más, el país propicio volvería a ser Francia, tanto por sus problemas internos como por las conveniencias de terceros. Chirac es trofeo fácil, comparado con De Gaulle; si alcanzó la presidencia fue, en definitiva, gracias al voto de la izquierda, empeñada a toda costa en cerrar el paso a Le Pen.

Contra lo que pueda parecer a primera vista, los estallidos populares tipo Mayo del 68 perjudican sobre todo a la izquierda tradicional. El Mayo parisino forzó a De Gaulle a convocar una consulta popular que deseaba perder y que perdió, pero al mismo tiempo significó el desmantelamiento de las estructuras de poder de la izquierda tradicional, barridas por la marea de manifestantes, por las iniciativas y exigencias que brotaban directamente de la calle. En mayo del 68 se inició el verdadero eclipse del Partido Comunista Francés, mientras que un partido socialista puesto patas arriba no tuvo más remedio que recurrir a un hombre tan ajeno a su ideología y a su pasado como François Mitterrand. Verdaderamente, si la derecha no se halla cómodamente instalada en el poder en Francia es porque aún no ha dado con la persona o personas adecuadas.

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La insatisfacción de la juventud que, a partir del campus universitario americano, se extendió al país entero en el curso de los sesenta y de ahí al resto del mundo, es muy similar a la que llevó a la juventud europea a manifestarse contra la guerra de Irak el pasado mes de marzo; los jóvenes de ese marzo no son ni mejores ni peores que los de aquel mayo. Lo que ha cambiado es el mundo, los hábitos, el modo de vida. En el campus americano se gestaron no sólo una filosofía de la vida, sino también unas formas de vida alternativas, una música, una literatura y hasta una moda que el mercado no tardó en explotar en beneficio propio. Los movimientos actuales, en cambio, no han creado nada parecido, contentándose con consumir directamente prendas de moda y complementos que el mercado ya ofrece, sea cual fuere el personal estilo adoptado, gótico, siniestro, bakala, rapero, heavy, etcétera, por no hablar ya de las diversas tendencias musicales en boga. Se ha escrito mucho últimamente, en relación a todas esas manifestaciones, acerca del concepto de multitudes, contrapuesto al de masas o al de pueblo. Con todos mis respetos hacia tales intuiciones sociológicas, debo confesar que la palabra multitudes me parece sobre todo adecuada para referirse a las colas que se forman ante el estreno de determinadas superproducciones o al comienzo de las rebajas de los grandes almacenes.

Si la guerra y, en menor medida, la antiglobalización son no tanto un motivo cuanto una oportunidad de manifestar la insatisfacción que oprime a la juventud, ¿cuál es el verdadero motivo de esa insatisfacción? Yo diría que, si no el único, sí el más profundo, es el miedo a la muerte. Por poco que se rasque, lo que aflora es eso. Como siempre, se me dirá. Y así es: en cualquier época, el descubrimiento de que algún día nos espera la muerte se ha cerrado como una tenaza sobre la conciencia de niños y adolescentes, para atemperarse con los años por una simple cuestión de hábito. Pero en la infancia y adolescencia, por más que no suela hablarse de ello ni con los padres ni con los amigos, es algo que siempre está presente, al acecho, y ahora con mayor crueldad que en cualquier otra época. En el mundo actual, donde gracias al teléfono móvil, los chateos de Internet y los concursos televisivos, tienden a esfumarse los contornos entre lo real y lo virtual, o mejor, a establecer una relación interactiva, y la vida parece tener algo de juego de rol o de videojuego, la muerte, no la muerte de otros, sino la propia, se ofrece sin duda como una afrenta especialmente injusta e incalificable.

Luis Goytisolo es escritor.

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